lunes, 23 de noviembre de 2020

Stand by me

 

Hay un rincón en cada patio de colegio del mundo

que nos sigue perteneciendo.

Es esa parcela de tierra donde se cavan trincheras y se tienden emboscadas,

se conquistan galaxias,

se vuela lejos

lejos de la cancha

donde otros niños juegan a fútbol y sudan con el pecho al descubierto.

 

Nosotros olíamos a Actimel a media mañana

y lucíamos un chándal que siempre estaba nuevo, un chándal

que jamás se gastaba

porque éramos los últimos elegidos para unirse a la fila

de los capitanes cuando formaban sus equipos antes del partido

pero no pasaba nada. No pasaba nada

porque esa noche daban el payaso Pennywise en Telecinco

y con un poco de suerte esta vez nuestros padres nos dejaban verlo. El payaso

Pennywise,

que aparecía y se esfumaba entre la ropa tendida con sus globos de colores

y devoraba a niños en las alcantarillas a principios de los noventa.

 

Aquellos primeros terrores llegaban con el olor irresistible

de lecturas de bolsillo en tapa blanda

con más de mil páginas

que nunca nos amedrentaban.

En todas, un escritor, una pandilla

de niños perdidos en un bosque

que los atraía lentamente con sus fauces

hacia el interior

de sus entrañas mágicas

y después de expulsarlos ya no volverían a ser los mismos:

las promesas de sangre, el primer temblor –ella le había besado–, el miedo

a hacerse un día adultos y olvidarlo todo.

 

Se nos quedaron pequeñas las zapatillas

sin habernos bajado del autobús. La prueba estaba

en esas cintas de casete donde tu hermana mayor

había copiado a mano los títulos de las canciones

del último disco de La oreja de van gogh

y se habían convertido sin quererlo

en la banda sonora de tus quince años

que nunca llegarían pero ahí estabas

emocionado porque ella

se había quedado dormida en el viaje de vuelta

con tu sudadera puesta

de modo que poco importaba

la retirada de las tropas de Irak

o que Anakin Skywalker se hubiera vuelto un adolescente

insoportable que en nada hacía justicia

a la revelación canónica de El imperio contraataca.

 

Un día nos soltaron en la puerta sin previo aviso

y nos dejaron solos

a nosotros que como en la fábula de Tim Burton

éramos peces grandes en un estanque pequeño

nos soltaron en mitad del océano

pero habíamos aprendido a nadar y aderezar las historias

con ese realismo mágico

de soldado paracaidista

infiltrado en una misión secreta en territorio asiático

que logró salvar su vida una noche

ablandando con su historia de amor

el corazón de dos bailarinas siamesas.

 

Nos ayudó ver al fantasma

de Humphrey Bogart instruyendo a Woody Allen

“así no, hijo, tienes

que ser duro con ellas”

para entender al final que el secreto solo consistía en ser

nosotros mismos

si queríamos cruzar el hangar y conquistar otros cielos.

  

Todavía a veces mi abuelo

me coge en brazos y me asegura

que, pese a lo que me dirán en la calle,

fumar no me hará más hombre.

No lo pone en nuestro currículum

pero tuvimos la mejor escuela

en quienes nos enseñaron que también era de hombres

flaquear ante las grandes empresas.

 

 



lunes, 13 de julio de 2020

El día que murió Ennio Morricone


Se ha muerto Ennio Morricone y nosotros
que pensábamos que todavía lo veríamos
coger la batuta una vez más
reapareciendo
en uno de esos conciertos
en homenaje a toda su carrera.

Sergio Leone le dijo a Ennio Morricone
que la música le daba
más de la mitad
de su significado a una película
y Ennio compuso para él
la banda sonora de Hasta que llegó su hora
antes de que Bernardo Bertolucci escribiera el guion.
Bertolucci quería colocar la cámara
bajo la falda de Claudia Cardinale
al apearse del tren
para capturar su sexualidad telúrica
incendiando
las colinas de Monument Valley y el desierto de Almería
pero el bueno de Sergio
con su ojo de fisonomista romano
curtido como ayudante de dirección
en los péplums de los cincuenta
impuso su mirada poética
sobre la versión definitiva.

Así, nos regaló el plano inolvidable de Claudia,
la primera mujer (con permiso de Joan Crawford)
protagonista de un western, ese género de factura antigua
y de cariz irremediablemente masculino.
Ni el coloso de la interpretación Henry Fonda
concitando en su mirada azul
toda la maldad del mundo
ni el estoico Charles Bronson
pudieron hacerle sombra.

Claudia bajando del vagón
con su belleza italotunecina
inauguraba el cine, traía
las vías del tren
las medidas del progreso
el trazado de la civilización
sobre una tierra sin ley, un oeste
salvaje
que daba sus últimos coletazos
antes de su extinción inexorable.
Sergio pintó en cinemascope el lienzo
para el que Ennio había compuesto
una de las melodías más bellas de la historia del cine.

Los dos viejos amigos volverían a trabajar
juntos por última vez
para firmar el capítulo final
de esa crónica del paso
a la mayoría de edad
de un país fraguado bajo la ley
del fuego a quemarropa
en las calles, los alijos
de alcohol en los guetos
y la rutina de titulares
de prensa salpicados en sangre.

Pero Ennio volvió a Italia
para señalarte sin contemplaciones
a ti, que encerraste en una caja de viejos recortes de celuloide
los sueños esparcidos
por el camino pedregoso de la infancia
para acariciar el éxito -ahora tus paisanos te tratan de usted-
junto a una mujer en tu cama, que siempre es distinta
y que nunca le presentas a tu madre.

Hubiéramos sido siempre niños
bajo el sol de Sicilia. La patria
eran las letras encendidas del Paradiso,
el primer amor, la sabiduría de Alfredo.
Ennio Morricone le regaló a su hijo Andrea
la autoría del tema
que nos enseñó que solo
podemos recordar quiénes somos
mirando nuestro reflejo en los fotogramas
censurados de un paraíso remoto
en el que, sin movernos de una butaca,
todo era posible.




jueves, 16 de abril de 2020

Las propinas que dejo cuando estoy de vacaciones



Las propinas que dejo cuando estoy de vacaciones
no se corresponden con mi nivel de ingresos.
Son un brindis al sol,
un desacato a la autoridad,
un acto de desobediencia civil
contra el rigor presupuestario
que siempre pone en jaque
mi estado de bienestar.

Era imposible confinar la vida
allí donde se ha probado el mar y la costumbre
de cuerpos espumados a golpe de oleadas.
La consagración del pan y el vino
debimos de inventarla aquí,
a este lado del mundo.
En ánforas rebosantes
ocultas en la retaguardia de bodas
celebradas en patios encalados y tardes mediterráneas.
En hornos
de leña recién traída
por héroes esculpidos
en la circunnavegación de los mitos de nuestra infancia.

Cuando caiga el telón de esta farsa
habrá que arremangarse, habrá
que poner bajo arresto domiciliario la seguridad de las distancias.
Repoblar los parques, eludir las pantallas,
desandar los pasillos de casa.

Tocará abrir expedientes disciplinarios
a las citas por videollamada.
Destinar, a la compensación de los abrazos,
partidas extraordinarias
y restituir,
a fuerza de recreaciones históricas,
la memoria de los besos en las plazas.






Fotografía: María Belén Corso

jueves, 2 de abril de 2020

Cuando pierda todas las partidas


Antes de ser acuñado como el himno oficial de la España en cuarentena, el tema “Resistiré” del Dúo Dinámico fue popularizado gracias a su aparición en ¡Átame!, de Pedro Almodóvar (1989). La canción representaba, también en esta película, un grito de liberación después de un encierro forzado y demasiado largo: el secuestro de Marina, una actriz porno adicta a las drogas (Victoria Abril), a manos de Ricky, un joven conflictivo recién salido de la cárcel y obsesionado con ella (Antonio Banderas).

Tengo veintitrés años y cincuenta mil pesetas. Y estoy solo en el mundo”. Algo que siempre me ha fascinado del cine del director manchego es su capacidad para contar historias de gente sencilla atrapada en vidas tocadas por la tragedia. Personajes movidos por impulsos primarios hacia situaciones extremas. Son relatos donde el amor y la violencia irrumpen como expresiones colindantes de un deseo desbocado, de una ingobernable ansia de vivir.

Es la radiografía de una España de periferias: drogadictos, prostitutas, traficantes y personas marginadas de identidad sexual diversa. La crónica de quienes, a nuestro lado, en nuestras ciudades y barrios, siempre pierden todas las partidas. En Almodóvar no hay ningún juicio ni condena, solo una mirada de compasión y de ternura hacia quien lucha por sobrevivir y ser feliz frente a condiciones continuamente adversas.  

En el plano final de la película, Ricky, Marina y su hermana inician un camino incierto por carretera hacia una nueva vida, con la consigna única de la letra que cantan entre lágrimas de emoción: resistir para seguir viviendo, soportar los golpes y jamás rendirse.




Probablemente ese sentimiento, esa intuición hacia un futuro cargado de dudas pero que solo se puede encarar desde la esperanza, es también el motor que nos mueve y conmueve en esta cuarentena. Nos interrogamos sobre la duración de este confinamiento, tememos por nuestra salud y la de nuestros seres queridos durante la pandemia y tratamos de imaginar el escenario del mañana.

No encontramos demasiadas respuestas. Apenas el consejo mutuo de no asomarnos mucho más allá del corto plazo, de vivir cada día, de resistir y reivindicar la mirada de esperanza hacia lo que está por venir. Quizá no es poco ser capaz de mantener este espíritu.

       A lo mejor nos pasa como al personaje de Marina en ¡Átame!, y el síndrome de Estocolmo nos lleva a enamorarnos, casi sin darnos cuenta, del estilo de vida asumido durante este secuestro. Puede ser que nos demos cuenta de que nos hace felices vivir con menos gastos, reducir nuestros desplazamientos y aligerar nuestras agendas. De que el cultivo de los espacios y tiempos de hogar nos permite crecer y saborear la vida con una cadencia más reposada y lenta. Y de que esto es compatible con privilegiar lo esencial: las redes comunitarias que más nos alimentan.

Lamentablemente, son muchas las partidas que se están perdiendo por el camino. Son demasiadas las bajas en el frente de batalla, tal y como se está expresando en estos días (me resisto a que solo nos podamos servir de la metáfora bélica para narrar e iluminar esta situación).
         
    Y son muchas más las que se van a perder, pues el escenario futuro que se vislumbra tampoco va a ser igual para todos. Parece un tópico volver a señalarlo, pero se hace necesario. Para quienes nos dedicamos al oficio del arte, los despidos, los ERTEs y la cancelación de espectáculos se suman a nuestra rutina de la no cotización, las clases no declaradas, la temporalidad y los contratos precarios. Junto a esto, prevalece la minusvaloración de nuestra profesión y la escasez de tejido asociativo para reivindicarnos y sentirnos como colectivo.

En una de las reflexiones de estos días con mi compañero de cuarentena veíamos que no se trata solo de subrayar lo heroico de la labor sanitaria, sino de visibilizar el papel de todas las personas y desempeños que hoy, y en todo tiempo, contribuyen, desde lugares diversos, al cuidado y sostenimiento de la vida.

Habrá que pensar en ello para cuando salgamos. Para que, al salir, no nos vuelvan a marcar el paso los discursos hiperventilados de las redes, la vorágine capitalista que nos inocula la necesidad de producir para sentirnos útiles y el empuje silencioso y constante del fantasma de los totalitarismos.

Habrá que aprovechar para reflexionar ahora. Ahora, que tenemos tiempo para pensar. Ahora, que los vientos de la vida soplan fuerte, y la noche no nos deja en paz.












jueves, 26 de marzo de 2020

La España de los balcones


Fue en el inolvidable curso de segundo de Bachillerato, allá por el 2008. Nuestro profesor de Historia de España y, a la postre, amigo, hizo planear durante todo el año la cuestión “¿qué es la patria?”. La pregunta surgía al recorrer los acontecimientos del pasado reciente de nuestro país. La respuesta, siempre en el aire. No llegamos a ninguna conclusión, pero sí nos dimos cuenta de que el concepto, tantas veces alimentado y engordado para abanderar grandes empresas de insignia nacional, quizá tenía más que ver con lo íntimo, con lo cercano, con lo más inmediato a nuestras vidas.


Hace unos meses, en mitad del convulso ciclo político que nos ha tenido girando en la rueda electoral durante los últimos años, algunos representantes públicos invocaban la expresión “la España de los balcones” para apelar al sentimiento patriótico de una parte de la población. El patriotismo exhibido en las banderas colgadas de terrazas y ventanas de muchas casas de nuestro país.

Estos días estamos empezando a entender que la España de los balcones era otra cosa. La citación de las ocho de la tarde nos congrega cada jornada, desde hace dos semanas, como una liturgia que celebra la única patria posible: la de la defensa de lo común y de lo público en un tiempo de desolación que no entiende de carnés de identidad, pasaportes ni permisos de residencia.

He recordado, al ver esta escena que ya forma parte de nuestra rutina en cuarentena, la conversación con un amigo que, varios años atrás, me defendía las bondades sociales del mundo rural frente a la atomización urbana. Argumentaba que las ciudades se habían concebido construyendo los edificios hacia arriba, aislando a los individuos al situar unos pisos encima de otros para optimizar el suelo. De este modo se suprimía la posibilidad de relación horizontal que se da de manera natural en los pueblos, donde la gente conoce al vecino de enfrente, las casas están abiertas y la calle es lugar de encuentro y no solo de tránsito.

   Es curioso pensar qué rápido hemos querido romper con esta lógica ante la necesidad de comunidad que aflora con el aislamiento de estos días. Las calles de las ciudades están vacías, pero nos negamos a aceptar que nuestros edificios sean baluartes de confinamiento y abrimos las ventanas para mirar en todas las direcciones. Por primera vez en mucho tiempo reconocemos a quien vemos a los lados y de frente como parte de un pueblo que lucha y siente nuestro mismo drama. Aplaudimos la labor de sanitarios, personal de limpieza, transportistas, reponedores. Visibilizamos a colectivos a menudo precarizados, convertidos hoy en los verdaderos garantes del sostenimiento de nuestras vidas, que percibimos más frágiles y vulnerables que nunca.

Algo tendremos que aprender de esto. Quizá sea pronto para saberlo. Quizá, cuando acabe todo, sentiremos la tentación de retomar nuestro ritmo de vida en el mismo lugar donde lo dejamos detenido. Si es así, igual la victoria no será completa.

No estaría mal si, además de vencer al virus, mantenemos la sensibilidad hacia quien nos suministra los alimentos, nos desinfecta las calles, nos atiende detrás de un mostrador. Si los padres y madres no dejan de dedicar tiempo de calidad y calidez a sentarse para hacer las tareas con los pequeños y seguimos mirando a los abuelos y abuelas como un frágil tesoro que proteger de la intemperie. No estaría mal si seguimos cuidando las actividades que no son productivas, pero que alimentan el cuerpo y el alma. Si mantenemos los compromisos diarios, las llamadas atentas, las palabras de calma.

No estaría mal si continuamos defendiendo lo público y lo comunitario como si nos siguiera yendo la vida en ello. No estaría mal si, el día que esto termine, nos comprometemos con los comercios de nuestro barrio, seguimos abriendo los balcones y cuidamos los pulmones del planeta.

Y no estará mal si no les regalamos, tan a la ligera, el concepto de “patria” a algunos que, al amparo de las banderas, querrán seguir levantando fronteras. Fronteras con las que dejan detrás de la alambrada y de las playas a tantas historias anónimas pero que no han evitado que este virus se haya propagado y, haciéndoles sentir vulnerables, también haya llamado a sus puertas.



Preguntas: ¿Qué significa “refugiado”?
Te dirán: Es aquel al que arrancan de la tierra de la patria.
Preguntas: ¿Y qué significa “patria”?
Te dirán: Es la casa, la morera, el gallinero, las colmenas, el olor del pan, el primer cielo.
Y no te privas de preguntar: ¿Es una palabra tan corta que caben tantas cosas…y no cabemos nosotros?

(Mahmud Darwix)





viernes, 20 de marzo de 2020

Cuaresma sobrevenida


Difícilmente podíamos imaginar hace poco más de una semana la situación en la que nos encontramos ahora. No estábamos preparados. Supongo que pasa lo mismo que con la mayoría de situaciones de la vida, que te sobrevienen sin mochila previa. Nos toca aprenderlas a fuerza de vivirlas.

   No estábamos preparados. No ya desde el punto de vista político y sanitario (es muy fácil verter críticas sobre la gestión del Gobierno central o los autonómicos cuando nadie supo anticipar las dimensiones del desastre a pesar del antecedente de Italia), sino a nivel personal. Nuestros abuelos, que dieron sus primeros balbuceos entre el ruido de sables de una España que respiraba una atmósfera prebélica, no imaginaban que iban a presenciar, desde la soledad del confinamiento en el hogar, una epidemia de escala mundial. “Lo que vamos a conocer”, decía mi abuelo Quico cuando se desató toda la crisis y el estado de alarma y la cuarentena se hicieron inminentes.

Tampoco los jóvenes, que hemos vivido las ventajas de una globalización que nos ha permitido la hiperconexión con gente de todos los continentes, y que no podíamos concebir que un pequeño virus tuviera la capacidad de detener el mundo y poner freno drásticamente a una dinámica tan agresiva de relación con la Tierra. Lo que reclamábamos hace varios meses en las calles y demandaban nuestros líderes juveniles en la cumbre COP25, vaya.

La precipitación de los acontecimientos ha hecho que todos miremos nuestro comportamiento de los días inmediatamente previos como irresponsable. Dos días antes del comienzo de la crisis yo estuve visitando una residencia de mayores y participando en la manifestación del 8M, como tantas otras personas, algo que a los ojos de hoy resulta de una temeridad absoluta.

No está siendo fácil, no. Y, por mucho que tratemos de reconocer este tiempo como un lugar de posibilidad para detener nuestro ritmo de vida y otorgar un espacio al trabajo de lo interior, resulta muy difícil mantener la calma cuando nos seguimos asomando a las desoladoras cifras que nos muestran cada día los medios de comunicación.

Sin embargo, esta crisis ha acertado en la diana de nuestro bienestar, en la línea de flotación de nuestro modo de vivir, y merece la pena pararse a reflexionarlo. De repente, nuestra agenda repleta de “urgentes” se ha convertido en una lista vacía de tareas a postergar sin mayor pena ni gloria. Nuestros “importantes”, aquellos a los que siempre relegamos al tercer o cuarto escalón de las prioridades, se vuelven casi lo único que nos ocupa y nos preocupa.

Nos ha sobrevenido un período de obligado confinamiento que coincide con la Cuaresma para quienes nos llamamos creyentes. Un tiempo que siempre convoca al desierto interior, al silencio, a la contemplación y a la especial empatía hacia el otro y hacia el mundo. Y llega en estos días en los que aflora con especial sensibilidad, salvo algunas excepciones, la responsabilidad hacia quienes amamos. A los hijos nos toca hacer de padres y a los padres de abuelos. Los roles se cambian. Todos nos interpelamos en responsabilidad mutua.

A pesar de no estar preparados, no nos ha costado mucho asumir en pocos días una dinámica en la que la organización de la vida está puesta al servicio de la protección y cuidado de las personas más vulnerables. Los medios digitales están siendo el vehículo privilegiado para el acompañamiento de quien está lejos, de quien tiene que atravesar la cuarentena solo, de quien se ha enfermado y espera con impaciencia la mejoría sin una mano amiga que le atiente. Están siendo la herramienta para conectar con la realidad de quienes no tienen casa en la que “quedarse”. Qué bonito si pudiéramos, a través de estos medios, ofrecer, como diría Silvio, la “mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta”.




El próximo domingo la liturgia cristiana nos presenta un pasaje que difícilmente podría ser más oportuno para iluminar el drama que estamos viviendo: el ciego de nacimiento (Jn 9). Se trata de un relato en el que se contrasta la concepción de la enfermedad en la Antigüedad, entendida como castigo divino por los errores de los antepasados, con una visión novedosa en la que el enfermo es la metáfora de la persona que toma las riendas de su vida y se convierte en el sujeto de su propia historia.

Vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Entonces escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)». Él fue, se lavó, y volvió con vista.


     No es una narración milagrosa del salvador que sana al desvalido desde el paternalismo. Es el testimonio de un encuentro personal que empuja a la persona enferma a ponerse en movimiento e impulsa su liberación personal.


Quizá hay mucho de eso en la crisis que estamos viviendo. De tomar conciencia de una vulnerabilidad que nos hace sentirnos a todos como enfermos reales o potenciales, nos llama a la solidaridad en todas las direcciones (entre países, entre clases sociales, entre generaciones…) y apela a nuestra responsabilidad individual y colectiva. 

        Y de entender que esta tragedia no es un castigo de nadie, pero sí un grito que apunta al corazón de nuestros propios límites como personas, como sociedades, como mundo. Y es la llamada a convencernos de que, como diría León Felipe, para salir de esta crisis “no es lo que importa llegar solo ni pronto, sino llegar con todos y a tiempo”.