lunes, 26 de junio de 2023

Bucear en primera clase


Kate Winslet no se acordaba del vaho durante el amor

en el camarote del Titanic

cuando dejó a Leonardo DiCaprio hundirse

mientras ella se aferraba a la tabla a la deriva

¿No ves que no cabemos los dos? le decía

ella mientras Leo, aterido,

asimilaba con resignación el desenlace.

A lo mejor Kate se estaba anticipando a que en el futuro

DiCaprio pudiese abandonarla por otra más joven al cumplir los veinticinco

(eran sus veintidós cuando ambos protagonizaron

la oscarizada película de James Cameron

y quizá ya empezaba a verle las orejas al lobo).

La cuestión es que no hubo forma de salvarle

la vida al pobre

de Leo para disgusto

de miles de adolescentes que redoblaron su presencia

en las carpetas que pudieron verse en los institutos de todo el mundo

a finales de los noventa.


Hoy sigue siendo difícil mantenerse a flote

especialmente para quienes se gastan

entre dos mil y cuatro mil euros en montarse

en una incierta patera

de plástico con capacidad

para cuarenta o sesenta personas

y rezan con una brújula en la mano

para que ningún pez golpee la proa

de ese barco imposible y para que el rumbo

no se pierda y permanezcan

doce días a la deriva

pero todavía hay valientes en este mundo

que se gastan algo más de dos mil o cuatro mil euros

en bajar a contemplar

las arterias detenidas del Titanic

y al subir insisten: ¿No veis que no cabemos todos?

mientras miran a esos niños a esos padres

aferrándose

con sus brazos muertos

al fondo del océano.




Fotografía: Cordon Press, National Geographic

lunes, 19 de junio de 2023

La ciudad de los cuatro nombres: un largo camino de ida

 

En el verano de 2019, al final de un concierto de música antigua celebrado en el marco del festival que unos buenos amigos organizan cada año en Callosa d´en Sarrià (Alicante), recibí un mensaje de correo electrónico que daba luz verde a un proyecto del que andaba tiempo detrás. El mail en cuestión, muy escueto pero entusiasta, era de Jesús Juárez Párraga, por aquel entonces arzobispo titular de la diócesis de Sucre (Bolivia): «Personalmente estoy muy entusiasmado con la iniciativa que se debe hacer realidad (…) espero me indiques qué caminos hay que seguir para hacer realidad este sueño». Semanas antes yo me había dirigido a él por el mismo medio compartiendo una especie de anteproyecto de tesis doctoral centrado en la «recuperación» (palabra que hoy me chirría terriblemente) de la música de la Catedral de la Plata, hoy Sucre.      

Quizá por la inevitable idealización mediada por el cine (imposible no pensar en las imágenes de La Misión, de Roland Joffé, subrayadas por la inolvidable banda sonora de Ennio Morricone), desde que comencé el máster en Música española e hispanoamericana de la Universidad Complutense de Madrid sentí una atracción hacia el repertorio del periodo barroco cultivado en la América colonial. Por eso, y quizá por la gran cantidad de miradas de la realidad compartidas con gente de este continente que me han aportado los caminos de la militancia social y estudiantil.

La profesora Victoria Eli, referente de la musicología a nivel internacional y casi una madre espiritual que arropa a las nuevas generaciones que nos embarcamos en el camino de los estudios americanos, me habló de los fondos musicales de Sucre y de la inquietud del prelado por la música. La ciudad –también llamada Chuquisaca– fue durante casi trescientos años sede de la poderosa Real Audiencia de Charcas y del Arzobispado de La Plata, pertenecientes primero al Virreinato del Perú y posteriormente al Virreinato con capital en Buenos Aires. El cultivo de la música tuvo aquí un desarrollo sin precedentes, del que da cuenta el fondo musical Iglesia Catedral de la Plata, custodiado en el Archivo Nacional de Bolivia: se trata del repositorio de música colonial más grande de toda América.


Así las cosas, me animé a escribir al arzobispo aportando mi currículum musical y, también, por si aquello sumaba, recabando avales que acreditaban mi trayectoria de militancia en los espacios eclesiales, las dos cosas en las que he gastado lo mejor de mi juventud. La noticia fue acogida con más ilusión, si cabe, del otro lado: el Departamento de Musicología de la UCM leyó aquella como una oportunidad estupenda que había que respaldar y aprobó la propuesta de tesis. La catedrática Cristina Bordas, que llevaba unos meses tutorizando la realización de mi Trabajo de fin de máster, accedió a ejercer como directora de tesis. 

Con todos estos apoyos se iniciaba un camino novedoso para mí. Yo, que me había formado como intérprete de piano y clave en los conservatorios superiores de Badajoz y Madrid, apenas había empezado a entender lo que era la musicología unos meses antes. Resonaban en mí las palabras del profesor Gerardo Arriaga, quien nos ha dejado recientemente:  «la musicología trata de cómo la música se relaciona con todo lo demás». En esa línea, me habían estimulado mucho los diálogos en torno a la historiografía, la sociología, los estudios de género... Y, especialmente, las nuevas perspectivas sobre la música de los siglos xvii y xviii en Latinoamérica, enfoques que superaban la mirada colonialista y eurocéntrica e incidían en una comprensión diferente de este patrimonio y su interpretación. 

Las lecturas de investigadores como Bernardo Illari, Leonardo Waisman o Javier Marín me dieron vuelo y me impulsaron. Muy diferente estaría siendo el proceso sin estos referentes científicos de primer nivel que, llegado el momento, han sido inmensamente generosos al abrirme plenamente las puertas de su casa, de su comprensión del arte y la cultura americanas, y de la misma vida.

Los meses intensivos del máster me habían amueblado la cabeza y habían sentado las bases para iniciar esta andadura. Lo que vino poco tiempo después es conocido por todos. La pandemia de la COVID-19 cercenó prematuramente multitud de vidas y puso coto a todas nuestras aspiraciones, clausurando el presente y dejando la expectativa del futuro en un suspenso plagado de incógnitas. Algunos días después del correo del arzobispo de Sucre, un chico joven –pero enfundado en atuendos antiguos y con una expresión de porte dieciochesca– me había agregado a Facebook presentándose como el maestro de capilla de la Catedral y mostrando su disponibilidad para guiarme en ese camino: Gabriel Campos.

 La pandemia hizo que este encuentro, previsto para 2020, se haya postergado nada menos que tres años. Pero el confinamiento terrible me permitió (cuando las noticias de cerca y lejos no martilleaban la paz) enfocarme plenamente en este proyecto, buscando vías de financiación y sumergiéndome en todas las lecturas a mi alcance.

En medio de todo eso no han pasado pocas cosas: el comienzo de un contrato de investigación y docencia en la Universidad Complutense de Madrid y las estancias de trabajo en el Archivo General de Indias, que abonaban el terreno para lo que estoy haciendo ahora... y, por supuesto, la primera experiencia en suelo americano en Buenos Aires, que hizo que mi mapa de afectos esté ya irremediablemente dividido por el océano Atlántico y repartido entre dos fragmentos de mundo.

Mientras escribo estas líneas estoy en una terraza de un hotel de Sucre en el barrio de la Recoleta, al pie del Sica Sica y el Churuquella, los dos cerros que coronan el nacimiento de la ciudad, a pocas horas de mi primer encuentro con el arzobispo Juárez, quien acaba de regresar de un viaje por Europa. Aunque el invierno ha irrumpido con fuerza hace un par de días con unas temperaturas que la gente de aquí no recuerda desde hace veinticinco años, le cuesta desafiar la amabilidad de un clima que nunca suele ser –por lo que dicen– ni demasiado gélido ni demasiado caluroso.  

En un mes y medio me he acompasado a Sucre en una rutina diferente, alejada del frenetismo de las grandes urbes como Madrid y Buenos Aires, y más cercana a la cadencia de la vida en mi Extremadura natal. La ciudad es, como dice Gabriel Campos, la ciudad de la música, de la gastronomía, de la historia. Sucre es también la ciudad de las genealogías. Hay una realidad que, como ha percibido Cristina Bordas en las descripciones que le he ido compartiendo desde mi llegada, discurre en paralelo a lo cotidiano, impregnada con una suerte de realismo mágico que nos conecta con el mundo perdido de varios siglos atrás. Cada edificio, cada rincón está teñido de historia. Pareciera que en algunos aspectos nada ha cambiado desde el siglo xviii. Buceando entre la documentación de archivo no es extraño encontrarte los nombres de los antepasados de las personas con las que hoy te cruzas por la calle, compartes atril en un ensayo de la Capilla musical o dialogas en torno a una mesa degustando un buen vino producido en la altura de los valles de Tarija…