sábado, 31 de agosto de 2013

San Gil

Cuesta pararse a escribir, a plasmar sobre el papel el aluvión de pensamientos, emociones y deseos que nos invaden después de una experiencia tan intensa. Por eso he esperado casi dos semanas para poder serenarme y empezar a digerir lo vivido durante quince días en San Gil.

San Gil no han sido las vacaciones de verano que un estudiante espera después de todo un año hincando los codos en la universidad. No ha sido ir a la playa ni a la montaña. Ni siquiera ha sido llenar la cámara de fotos de monumentos, de plazas, de museos y parques.

San Gil tampoco ha sido llegar a una casa rural, a un hotel o a un albergue con la mesa puesta, con una cama de matrimonio para uno solo y un móvil con el despertador desactivado en la mesilla.

San Gil no ha sido un campo de trabajo de intensa actividad para recuperar restos arqueológicos, para practicar la agricultura ecológica o  para catalogar especies animales.

Ni ha sido un campamento de verano para practicar deportes de riesgo, barranquismo, escalada y marchas duras y largas de senderismo.

San Gil ha sido un solo viaje  geográficamente cercano pero han sido multitud de rutas interiores, cantidad de caminos con un nombre propio, una imagen y una palabra en cada paso, en cada abrazo y en cada mirada.

San Gil no han sido voluntarios, usuarios y monitores. Han sido personas. Personas que hemos aterrizado allí con nuestras inquietudes y con nuestros deseos, dispuestos a vivir algo nuevo pero que inevitablemente llevábamos las maletas también cargadas con nuestras dudas, nuestras preocupaciones, nuestra debilidad y nuestros límites… nuestra vida, en definitiva.
            Y personas que,  siendo todas desconocidas en un principio, rápidamente se encuentran conversando bajo las estrellas hasta altas horas de la madrugada, se buscan entre versos recitados a media tarde bajo el Sol de agosto y se pierden en paisajes pintados en el lienzo de una tierra rica y fraterna, Extremadura, donde tiene lugar el encuentro con los verdaderos protagonistas de esta aventura.

Esos que, muchas veces, son los que menos valen para el mundo, los que poco o nada tienen que aportar en los circuitos de felicidad forjada a base de éxito, abundancia y reconocimiento y se tropiezan contra los muros que bautizamos de normalidad y capacidad. Esos son los que estos quince días se han ido abriendo y nos han ido revelando un nuevo modo de relación.


Si bien  desde el principio nos recibían con entusiasmo e ilusión, fuimos nosotros los que, a medida que avanzaba nuestro tiempo en San Gil y  pasábamos de la impresión grupal a acercarnos de manera individual a cada uno de ellos, nos quedábamos sin palabras ante la confianza y sinceridad que depositaban en nosotros y las lecciones de vida que cada día nos daban.

Es hablar de esfuerzo, de superación, de energía incombustible y de esa alegría casi infantil que nos recuerda que la felicidad verdadera se encuentra en los pequeños rincones de la naturaleza humana en forma de beso, caricia o sonrisa.

San Gil no es hoy, para mí, un puñado de recuerdos inolvidables, una lista repleta de nombres de personas y direcciones de correo ni un álbum de fotos lleno, sino un horizonte vivo que me habla continuamente de que son las personas, especialmente las más “débiles”, aquello por lo que más merece la pena luchar, sentir y vivir.






Gracias.