lunes, 26 de diciembre de 2022

motivos para cruzar un océano

 

Se pueden encontrar muchos motivos para cruzar un océano

pero ninguno comparable a la posibilidad

de vivir dos primaveras en un mismo año.

Uno ha guardado las camisas en el ropero, dice ya fue, se prepara

para soplar las velas, comerse las uvas

y encomendarse con esperanza dudosa

a que lo mejor siempre está por llegar

cuando una mañana de noviembre te sorprende el reestreno de un sol

que ilumina lugares donde florecer de nuevo:

 

la esquina de Chile con Defensa un domingo

en el que un piano está vibrando en la calle con las tripas expuestas,

esa estación de subte en la que un músico canta una canción

que se ha sacudido la escarcha de los recuerdos

y ahora cuenta con sus viejas palabras tus nuevas historias,

la fiesta en Congreso que sigue a cada marcha

en la que pasaste de ser espectador anónimo

a garganta entregada a la causa.

 

Tarda en arrancar este colectivo

y yo, que no creo en esas cosas,

te pregunto qué significa tu signo del zodiaco

que soy una llorona, ríes, me dices

que no puedes ser infeliz

viviendo en una ciudad

donde puedes finalizar cada día

mojando tus pies en el mar.

En la ruta nos despojamos de todo

para convertirnos solo en aquello que nos mueve

como una culebra que se desprende de su piel

para arrastrarse más ligera hacia su destino.

 

Estrella fugaz de cumpleaños en una noche de verano

¿qué deseos vienes a conceder?

Atravieso el Puente de la Mujer

en medio del tránsito

de turistas intoxicados de selfies.

Una mujer llamada Flor del Valle

toca una caja chayera.

A veces me tiran un peso, viste, a veces

me dicen boliviana

la gente en la ciudad no entiende mi música.

Un canto andino de la quebrada

cercena como un cuchillo eléctrico el skyline de Puerto Madero.

 

Como esta ciudad, que le dio la espalda al río,

dos siluetas se diluyen entre la multitud

para no volver la vista atrás.

 


Imagen: @resisteysiembra

martes, 12 de abril de 2022

El currículum oculto

 

Así voy devolviéndole a Dios unos centavos

del caudal infinito que me pone en las manos.

(Jorge Luis Borges)

 

 

Mi amigo Jesús me dijo una vez que los McDonald´s tienen algo de religioso. Ante el vacío que nos hacen sentir aquellas grandes preguntas para las que no encontramos respuesta, las religiones nos invitan a sujetarnos a una (a veces, dudosa) red. Nos ofrecen seguridad frente a lo desconocido. Nos venden certezas, a coste variable. Lo mismo nos pasa al encontrarnos fuera de nuestro hogar. Cuando visitamos un país lejano a menudo desconocemos su moneda, nos cuesta saber si algo es caro o barato y, si es la primera vez, tampoco podemos adivinar, más que por referencias indirectas, si tal o cual comida nos gustará.

En ese contexto, y hasta en el lugar más recóndito del mundo, suelen avistarse, más cerca que lejos, unos arcos dorados que nos ofrecen un asidero al que agarrarnos. Ante lo desconocido, se convierten en un oasis en medio del desierto: sabemos exactamente el tipo de comida que encontraremos, su sabor y el coste que tendrá. Incluso nos imaginamos con rapidez la propia configuración interna del local (prácticamente idéntica en cualquier parte del mundo).

El capitalismo funciona así. Cuando las coordenadas cambian, nos pone delante los suficientes elementos conocidos como para hacernos sentir el confort, la ficción de la libertad de elegir. Por muy lejos que nos encontremos siempre habrá un lugar donde experimentemos, aunque no sea más que un mero espejismo, que tenemos todo lo necesario para sentirnos en casa.

Sin embargo, este sistema económico suele obviar rápidamente las variables que contemplan el cuidado y el sostenimiento de la vida. Quienes hemos elegido caminos como la música, el arte y la educación nos hemos dado cuenta de que la productividad de nuestra actividad solo puede medirse con otros parámetros. Y la carrera académica es exigente en dedicación y dilatada respecto a la posibilidad de vislumbrar un escenario de estabilidad al final de tantos escalones.

«Con el tiempo aprenderás que hay diferencia entre conocer el camino… y andar el camino…», le decía Morfeo a Neo en Matrix (2001), esa fábula moderna que nos hizo alucinar a los niños de los noventa, y que ya ha cumplido nada menos que veintinún años. Que se lo digan a ellos: imaginaron un 2199 repleto de desarrollo tecnológico, realidades digitales paralelas y saltos mortales sin gravedad, pero…seguían usando cabinas telefónicas ¡vaya! Desde luego, no conocían el camino…

Cuando decides, rozando los treinta, aventurarte a andar el camino incierto de realizar una tesis doctoral, después de haber emprendido prácticamente todas las rutas opuestas a aquellas que podían encarrilarte hacia un futuro seguro (estudiar una carrera musical, consagrar los años centrales de tu juventud a la militancia en una organización estudiantil…), la incertidumbre que se te presenta delante es la misma. Y la emoción, afortunadamente, también. Además, eliges orientar tu investigación hacia Hispanoamérica, una tierra que no has pisado nunca, pero desde la que –por alguna extraña razón– llevas tiempo mirando, pensando y sintiendo el mundo; el mundo, y la música.

    Y nos sobreviene una pandemia, que te deja en la orilla, y frena por dos años tu deseo de cruzar el Atlántico. La cosa se complica.

Y en el trayecto que comienza, la gente que bien te quiere te asesora para introducirte en un complicado entramado que requiere estrategia, trabajo, perseverancia, visión de futuro: delimitar bien tu perfil, armar el currículum…estudiar, enseñar, publicar. Calcula cada paso, pero no pierdas el alma por el camino, no te olvides de la motivación y el sentido.

Así las cosas, cuando el camino empieza a desbrozarse te das cuenta de que no es solo gracias a tu valía académica, sino a la apuesta generosa de personas que van moviendo fichas delante de ti para que el tablero se despeje de manera casi natural a tu paso: desde el profesor que te orienta sistemáticamente para tomar las decisiones acertadas a los vecinos de un humilde barrio de Sevilla que prestan unas mantas para preparar la habitación de la casa de un amigo que te acoge durante un mes de estancia de investigación. O esa familia que te recibe a 9.000 km de tu ciudad y dispone la mesa para tu llegada. Y la compañera que te abre las puertas de su hogar y su microcosmos creativo y, durante un mes, aparca su agenda para vivir desde ti y guiar tus sentidos por “mi Buenos Aires querido”.

El capitalismo y su lógica de franquicia norteamericana sacude a quien no tiene los resortes económicos y personales para soportar las embestidas, pero la historia (que sigue siendo profana y sagrada a la vez) nos habla al mismo tiempo desde las redes comunitarias que cuidan y sostienen la vida. Sin ellas, sería imposible vivir la aventura.

Hace unos días, una profesora de la Facultad de Educación de la Universidad Complutense de Madrid nos contaba que, durante la defensa de una oposición a profesora titular a la que recientemente había asistido, la candidata empezó enumerando aquellos proyectos en los que se había embarcado y vivencias que “no le habían reportado nada” para su engrosar currículum académico, pero que habían definido el tipo de persona y profesora que hoy era.

El “currículum oculto”. Ese paisaje de personas, emociones y momentos que configuran nuestra biografía personal y profesional. Ese expediente que, sin computar de forma directa en los ránkings mejor posicionados, hace posible andar el camino. Y que tiene una traducción directa en nuestra forma de relacionarnos con el mundo, de aprenderlo y de enseñarlo.

Gracias.


 

sábado, 1 de enero de 2022

2022: Episodio piloto

 

Cuida de mis sueños,

cuida de mi vida.

No maltrates nunca mi fragilidad.

Pisaré la tierra que tú pisas.

(Pedro Guerra)

 

En las buenas historias de ficción –para estirar el chicle lo máximo posible– los supervillanos suelen añadir complejidad a sus poderes a lo largo de varias entregas para vencer a las fuerzas del bien. Después de infinitas derrotas, los malos siempre regresan con renovadas capacidades y ganas de venganza. Con más recursos y con más mala leche, vaya.

En Terminator 2, una de las distopías cinematográficas que con más nostalgia recordamos los que crecimos durante la década de los noventa, el viejo androide T-800 (el estelar Arnold Schwarzenegger de “Sayonara, baby”) es enviado para proteger al futuro líder de la rebelión contra las máquinas, John Connor. Pero los esfuerzos de los rebeldes, que han reprogramado al androide para proteger al niño, parece que poco tienen que hacer ante el nuevo invento de sus enemigos: el sofisticado y letal T-1000 interpretado por Richard Patrick. El T-1000 no solo tenía la misma fuerza que el Terminator original, sino también la capacidad de mimetizar su físico con el mobiliario, adoptar la apariencia de cualquier humano con el que hubiera estado en contacto y diluirse para colarse por cualquier rendija antes de volver a tomar forma humana. Tras innumerables intentos de acabar con él, el T-1000 siempre encontraba la manera de reagrupar sus moléculas para volver a la carga.


Algo así parece que ocurre con la COVID-19, aunque en este caso la distribución de culpas entre “buenos” y “malos” quizá no sea tan fácil de administrar como en la película de James Cameron. Hace varias semanas, y después de unos meses en los que la vacunación parecía habernos llevado a un contexto de control de los contagios y de reducción de la gravedad de la enfermedad, daba la sensación de que habíamos vuelto a la casilla de salida. La variante Omicron se consolidaba en la escena y la intranquilidad parecía campar a sus anchas de nuevo en nuestras vidas. De repente, todos conocíamos a alguien que había estado en contacto con algún positivo la última semana, revisábamos con arrepentimiento los últimos eventos de nuestra agenda social antes de las vacaciones de Navidad y los grupos de whatsapp se inundaban de mensajes alarmistas sobresaturados de datos e interpretaciones.

Sin embargo, esta vez había algo distinto. Ante el riesgo de caer en la histeria colectiva, en algunos foros se llamaba la atención sobre otro problema cuyos estragos, en este y en cualquier contexto, pueden llegar a ser tan nocivos como la propia COVID: la salud mental. 

Desgraciadamente, los acontecimientos de las últimas semanas ya habían llevado este tema al centro de muchas conversaciones. La soledad y el aislamiento han agudizado la ansiedad y la depresión, en la mayoría de los casos vividas en silencio y en el anonimato. Pero este no es un problema que haya llegado ahora, y está dejando cada día de ser un tabú entre la gente joven.

Quienes nos movemos en la intersección entre los millennials y la Generación Z habitamos una tierra de nadie en el desafío de mirarnos de frente para construir nuestra identidad. 

Si nos comparamos con quienes nacieron a comienzos de los 80 vemos que ellos, ellas, a menudo han podido sentar antes y con más solidez que nosotros las bases de un proyecto de familia, de hogar y de estabilidad laboral. Los que vinieron después, por el contrario, han abrazado con más normalidad cuestiones como la diversidad sexual o el carácter líquido de los vínculos emocionales, cosa esta última que a menudo a nosotros nos desconcierta y se nos escapa.

Algo que compartimos y que, probablemente, se va consolidando como una conquista importante de nuestro tiempo es el normalizar el diálogo sobre la salud mental. Hablar sobre lo que nos pasa y cómo nos sentimos es cada vez más frecuente en estos tiempos en los que la atomización individual y el enclaustramiento de los afectos se suman a las dificultades que ya teníamos para hacer que nuestras vidas echen a rodar.

Una de las series que refleja con más crudeza, pero también con enorme ternura y dosis de humor esta realidad es Pure (2018). Charly Clive da vida a Marnie, una joven con un trastorno obsesivo-compulsivo muy peculiar: su cabeza se ve continuamente invadida por pensamientos intrusivos de contenido sexual, hasta tal punto que el bombardeo de imágenes le impide totalmente desarrollar una vida normal. Tras un episodio catastrófico que echa por tierra la celebración del aniversario de sus padres, Marnie decide alejarse de su familia. 


Para sobreponerse a su problema y dar un giro a su vida se muda a Londres a iniciar una nueva etapa. A partir de ahí comienza un camino de búsqueda: convencida de que abrirse a experimentar nuevos encuentros sexuales le permitirá apaciguar su mente, Marnie acaba inmersa en un sinfín de situaciones que suelen terminar en desastre. Como un juguete roto, fracasa estrepitosamente en sus intentos de vivir experiencias que le ayuden a entender lo que le pasa, causando bastantes estragos por el camino. Sin embargo, su personaje nos encandila por su encantadora torpeza, por su manera vitalista e imprudente de encarar la vida; por su capacidad de levantarse una y otra vez y alzar la cabeza ante cada recaída con el deseo de ser feliz.

Marnie va poco a poco superando el tabú y el estigma impuesto por la sociedad y por sus propias amistades, que etiquetan su trastorno como perversión e incluso bromean con el disfrute que este podría ocasionarle. En una escena cargada de dolor y de esperanza, Marnie brinda una lección de amor propio al espectador al decirle a su mejor amiga que se aleje de ella porque no se siente cuidada: “Creo que no deberíamos ser amigas durante un tiempo”/ “¿Estás rompiendo conmigo?” / “Te quiero, pero odio sentirme así cuando estoy contigo”.

La actriz, según un reportaje publicado en El País, afirmó que la autora del libro en que está basada la serie le ayudó a preparar el papel: “Una de las cosas que me dijo es que, cuando tienes un TOC, es importante que te recuerdes a ti mismo que esos no son tus pensamientos, no son una representación de lo que eres como persona. Yo tenía que encontrar una separación entre aquellos aspectos contra los que está luchando Marnie en su vida en general y aquello contra lo que lucha por el TOC”.

A lo mejor el aprender a poner nombre a lo que nos pasa, el saber mirarnos desde más allá de lo que nos duele y demandar de los demás esa mirada no solo es un ejercicio necesario de amor propio en estos tiempos de generalizada ansiedad y baja autoestima. Quizá es también un camino alentador para tejer espacios de comunidad y sostener vidas que, mal que nos pese y por culpa de la COVID y otras causas, van a seguir tocadas por la precariedad, la ruptura y la fragilidad.

Que los límites con los que nos topemos por el camino no nos impidan hacer de este año el mejor capítulo posible de nuestras vidas.

Feliz 2022.