Alegoría
del mundo en el teatro de las sombras. Se apagan las luces y empieza el desfile
de siluetas celestes en la oscuridad. La Tierra y los planetas animados, los
continentes y el mosaico de las culturas bailan al son de la banda sonora de
grandes éxitos de los setenta.
En
el centro, se mueve con libertad el mayor de los títeres: el hombre ante la
inmensidad del universo. El hombre creador y el hombre creado. El hombre
desolado ante la barbarie y el abismo y el hombre que cree y edifica. El hombre
contra el hombre.
Sigue
la música y los pasos del viaje iniciático: África y Asia en la cuna de las
civilizaciones, la globalización y los perfiles del poder, el dinero y su
sacralización crónica y devastadora, la guerra y la muerte epidémica.
Y,
de nuevo, el hombre abatido contra el hombre esperanzado, el hombre que alienta
la fe en el hombre levantando palabras de vida, de esperanza y de justicia.
Cuando
finaliza el teatro se enciende la luz, se caen los títeres y se evapora la ilusión.
Enfundados
en trajes negros, los actores, visiblemente emocionados, agradecen la ovación
al público. Sus rostros y sus cuerpos no se mueven ya con la libertad de la
fantasía creada tras las sombras y, sin embargo, se desbordan en la alegría del
momento. Son jóvenes chavales con parálisis cerebral.
Fue
el jueves, en la parroquia Nuestra Señora de Guadalupe, esa pequeña comunidad
situada en una de las zonas más afortunadas de nuestra ciudad y que, con la naturalidad de la familia acogedora que no se encierra en los muros de la casa y dispone la mesa
siempre para los demás, mira, siente y
hace cada día desde los más débiles tanto
cercanos como lejanos a su entorno.
Ese
día era teatro, magia y merienda con personas con discapacidad de diversos
centros de Badajoz.
Yo
estuve solamente un rato como espectador, escuchando, viendo e intentando
capturar con la cámara instantáneas de este encuentro con la sencillez de la
diferencia, y no podía evitar recordar el verano pasado: Losar de la Vera, de los límites a la posibilidad, San
Gil…
Y pensaba que quizá hoy, más que nunca, la sociedad necesita escuchar a las personas con
discapacidad no por la mera compasión y solidaridad hacia el necesitado, sino porque
son el testimonio rico y verdadero de que es posible ser feliz y realizarse plenamente desde la aceptación de
la debilidad y los límites que a todos nos encadenan.
En
este mundo que se agrieta a fuerza de dilatar las tensiones de la naturaleza, de exprimir el crecimiento desorbitado de la economía o impulsar la carrera
desbocada del hombre por el hombre pero sin los hombres, a lo mejor es preciso
darnos cuenta de que los límites son el lugar donde nos reconocemos sin
máscaras ni sombras, donde nos encontramos y nos identificamos en lo que nos
hace más profundamente auténticos y más profundamente humanos.