Nosotros, que enseguida nos
dormimos,
cuántas veces hemos buscado a
tientas
en mitad de la noche
una luz vacilante
que nos mantuviera en vela.
Nosotros, que nunca hemos
creído,
cuántas veces nos hemos
sorprendido prendiendo una vela
a la que confiar, en lo oculto,
lo secreto
un perdón, una súplica, un
íntimo deseo.
Nosotros, que con facilidad nos
rendimos,
cuántas veces (tú lo sabes bien)
hemos gastado nuestra alegría
en el tiempo de los intentos.
Cuántas veces, nosotros, que nos
cuesta entregarnos,
nos hemos dejado la vida
en cosas y causas imposibles
apostando a todo riesgo.
Pareciera que nuestra oscuridad
es siempre la misma.
Pareciera que siempre perdemos
la guerra
en la misma batalla frente al
enemigo.
Pareciera que nuestro tren
siempre se detiene, abruptamente,
en el mismo punto
sin llegar nunca a la estación
de destino.
Somos lo que nos falta,
somos lo que anhelamos,
somos lo que perdimos.
Somos las luces que se apagaron
tímidamente
después de indicarnos el camino.
Pero esta luz que hoy sostenemos
inaugura un tiempo nuevo.
Es el candil que alguien
enciende
a los pies de nuestras derrotas,
el calor primero
de las manos que se acercan,
incrédulas
a todos los costados abiertos.
Es esta noche,
en la que nuestros pies se han
gastado caminando
por tierra pedregosa
tras una intuición remota,
en la que saludamos
la llama que no se apaga,
la brújula
que guio
nuestra travesía por el desierto
y hoy nos congrega en torno a
esta mesa
sin banderas ni fueros.
Nosotras, que, abatidas por el
desánimo,
hemos madrugado ante tantos
sepulcros abiertos
para enjugar los llantos,
para perfumar los duelos.
Nosotros,
que declaramos el naufragio
con una mano firme en el timón
y un anhelo de horizonte en el
pecho.
Hoy el resucitado
con su presencia tímida e
imparable
sigue allanando senderos.
Hoy este faro
nos ha traído a buen puerto.
El sonido de mil lenguas nos
reclama.
La música de un mar de Galilea
-el
mundo-
con sed de corazones abiertos.