sábado, 22 de julio de 2023

Los peligros de la nostalgia

 

        Uno de los primeros recuerdos que guardo de mi infancia es la emisión del Batman de Tim Burton que la primera cadena de Televisión Española realizó en la tarde del 31 de diciembre de 1994. Estaba en casa de mis primas, en mi pueblo y, una vez empezó, corrí lo más rápido que pude a la de mis abuelos maternos (apenas un minuto cruzando la calle) para poner a grabar la película en una cinta VHS. Las cosas eran así, con el cine y con la música: metías el casete y apretabas el botón de REC cuando te dabas cuenta de que estaban echando por radio o tele lo que te interesaba. Así las cosas, la película –que seguí disfrutando con repetida fascinación gracias a aquella grabación casera repleta de anuncios publicitarios noventeros– la concebí durante mucho tiempo sin la maravillosa secuencia de créditos inicial orquestada por Danny Elfman. El hallazgo, muchos años después, del fragmento perdido, tuvo para mí tintes de revelación prodigiosa.

El Batman interpretado por Michael Keaton con aquella inoperativa armadura de 45 kg es parte de la memoria emocional de la generación de niños que crecimos, jugamos y soñamos en los años noventa. Hace unas semanas se estrenó The Flash, nueva entrega de la saga de superhéroes de DC Comics que está tratando de echar un pulso comercial a su veterana competidora Marvel. El principal reclamo de la película era volver a ver a Michael Keaton, con 71 años y habiendo pasado más de 30 desde la última vez que interpretó al hombre murciélago, enfundado de nuevo en el traje de Batman. La película, que transita entre el puro cine de acción palomitero y la comedia norteamericana, acaba derivando en un trascendente drama con tintes filosóficos.

Pero lo emocionante para los que rebasamos la treintena era volver a ver a Keaton, en plena forma, como mentor experimentado de los nuevos superhéroes y como abuelo veterano (al parecer lo primero que hizo al volver a ponerse el traje fue pedirle a un técnico que le hiciera una foto para su nieto) decir aquello de «Soy Batman».

Las coordenadas de las que se sirve el director argentino Andy Muschietti para el festival nostálgico son las del multiverso: una compleja red de realidades paralelas en espacio y tiempo que funcionan manteniendo una relativa armonía; armonía que rápidamente –el cine se ha encargado sobradamente de demostrarlo– se puede truncar con la más mínima alteración que uno realice en cualquier inocente viaje al pasado o al futuro. Pero la premisa de partida es bastante dramática: Barry (Ezra Miller), un adolescente que compagina su actividad académica con una torpe vida sentimental y con su acción como superhéroe, vive atormentado por la muerte en misteriosas circunstancias de su madre, interpretada por Maribel Verdú. Un día decide aprovechar sus poderes para viajar al pasado y evitar el asesinato de su progenitora. Sin prever las consecuencias de esta alteración espacio-temporal llegará a otro universo paralelo en el que su madre podrá verlo crecer, pero en el que la realidad ha experimentado mutaciones de gran calado.

Será en aquella nueva realidad distópica, ensombrecida por una amenaza que remite al actual contexto bélico y en la que muchos de sus referentes han desaparecido, donde él –ahora un simple joven cuyos poderes se han transferido a su doble en ese universo– conocerá al Batman retirado. Y, evidentemente, lo convencerá para enfundarse en su traje una vez más.

En una orgía visual final en la que todos los universos se cruzan y entremezclan, el cinéfilo tendrá oportunidad de volver a ver a muchos de los superhéroes que han poblado la historia del cine y la televisión (desde el Batman sesentero de Adam West hasta el Superman de Christopher Reeve), atrapados en un tejido de paralelos mundos metacinematográficos. Barry provocará una vorágine de devastación con el deseo de alterar continuamente el pasado para evitar la muerte de su madre y sus amigos. 

 Y, finalmente, llegará a una desoladora constatación ante la confesión terminal del Batman de Keaton: hay cosas del pasado que nunca podrá alterar, aunque la nostalgia le empuje a movilizar una y otra vez sus poderes en esa dirección…en definitiva, tratar de volver al pasado tiene consecuencias.

A estas horas es difícil prever con acierto cuál será el paisaje con el que despertará España dentro de dos días. Con esta nueva política de bloques que ha sustituido al bipartidismo como forma de articular las mayorías, la balanza se inclinará hacia un lado u otro, seguramente por una diferencia mínima. Pero este resultado condicionará notablemente el camino de un país en un contexto diferente en el que, por primera vez, algunos de los derechos sociales más vigorosamente conquistados en las últimas décadas pueden estar en juego. Hay heraldos de la nostalgia que pretenden sintonizar el día y la hora en un momento histórico en el que la divergencia sexual era condenada y señalada por las instituciones. Quieren devolvernos al imaginario en el que las mujeres no eran víctimas de violencia de género, sino sujetos pacientes de «crímenes pasionales».  Y, por supuesto, clausurar el concepto de patria en un cerco reducido que sigue dejando, entre otras cosas, que se hundan en el mar multitud de proyectos de vida deseosos de arribar a nuestras costas en busca de un futuro mejor.

Piensan que es posible sintonizar con esa España que anhelan alterando, sin más consecuencias, un ecosistema social que se ha ido gestando en las últimas décadas a fuerza de alimentar tejidos y de echar raíces en los terrenos de lo colectivo, lo compartido, lo comunitario. Convendría remitirles a las palabras del viejo Batman, que ha renegado de empujar a sus seguidores a luchar por reinstalarse en los pazos de la nostalgia. Si no fuese posible con las urnas, desde los movimientos sociales tendremos la urgente tarea de recordarlo. Y, si fuese necesario, de volver a poner el corazón y las manos para reconquistar el terreno perdido.



lunes, 26 de junio de 2023

Bucear en primera clase


Kate Winslet no se acordaba del vaho durante el amor

en el camarote del Titanic

cuando dejó a Leonardo DiCaprio hundirse

mientras ella se aferraba a la tabla a la deriva

¿No ves que no cabemos los dos? le decía

ella mientras Leo, aterido,

asimilaba con resignación el desenlace.

A lo mejor Kate se estaba anticipando a que en el futuro

DiCaprio pudiese abandonarla por otra más joven al cumplir los veinticinco

(eran sus veintidós cuando ambos protagonizaron

la oscarizada película de James Cameron

y quizá ya empezaba a verle las orejas al lobo).

La cuestión es que no hubo forma de salvarle

la vida al pobre

de Leo para disgusto

de miles de adolescentes que redoblaron su presencia

en las carpetas que pudieron verse en los institutos de todo el mundo

a finales de los noventa.


Hoy sigue siendo difícil mantenerse a flote

especialmente para quienes se gastan

entre dos mil y cuatro mil euros en montarse

en una incierta patera

de plástico con capacidad

para cuarenta o sesenta personas

y rezan con una brújula en la mano

para que ningún pez golpee la proa

de ese barco imposible y para que el rumbo

no se pierda y permanezcan

doce días a la deriva

pero todavía hay valientes en este mundo

que se gastan algo más de dos mil o cuatro mil euros

en bajar a contemplar

las arterias detenidas del Titanic

y al subir insisten: ¿No veis que no cabemos todos?

mientras miran a esos niños a esos padres

aferrándose

con sus brazos muertos

al fondo del océano.




Fotografía: Cordon Press, National Geographic

lunes, 19 de junio de 2023

La ciudad de los cuatro nombres: un largo camino de ida

 

En el verano de 2019, al final de un concierto de música antigua celebrado en el marco del festival que unos buenos amigos organizan cada año en Callosa d´en Sarrià (Alicante), recibí un mensaje de correo electrónico que daba luz verde a un proyecto del que andaba tiempo detrás. El mail en cuestión, muy escueto pero entusiasta, era de Jesús Juárez Párraga, por aquel entonces arzobispo titular de la diócesis de Sucre (Bolivia): «Personalmente estoy muy entusiasmado con la iniciativa que se debe hacer realidad (…) espero me indiques qué caminos hay que seguir para hacer realidad este sueño». Semanas antes yo me había dirigido a él por el mismo medio compartiendo una especie de anteproyecto de tesis doctoral centrado en la «recuperación» (palabra que hoy me chirría terriblemente) de la música de la Catedral de la Plata, hoy Sucre.      

Quizá por la inevitable idealización mediada por el cine (imposible no pensar en las imágenes de La Misión, de Roland Joffé, subrayadas por la inolvidable banda sonora de Ennio Morricone), desde que comencé el máster en Música española e hispanoamericana de la Universidad Complutense de Madrid sentí una atracción hacia el repertorio del periodo barroco cultivado en la América colonial. Por eso, y quizá por la gran cantidad de miradas de la realidad compartidas con gente de este continente que me han aportado los caminos de la militancia social y estudiantil.

La profesora Victoria Eli, referente de la musicología a nivel internacional y casi una madre espiritual que arropa a las nuevas generaciones que nos embarcamos en el camino de los estudios americanos, me habló de los fondos musicales de Sucre y de la inquietud del prelado por la música. La ciudad –también llamada Chuquisaca– fue durante casi trescientos años sede de la poderosa Real Audiencia de Charcas y del Arzobispado de La Plata, pertenecientes primero al Virreinato del Perú y posteriormente al Virreinato con capital en Buenos Aires. El cultivo de la música tuvo aquí un desarrollo sin precedentes, del que da cuenta el fondo musical Iglesia Catedral de la Plata, custodiado en el Archivo Nacional de Bolivia: se trata del repositorio de música colonial más grande de toda América.


Así las cosas, me animé a escribir al arzobispo aportando mi currículum musical y, también, por si aquello sumaba, recabando avales que acreditaban mi trayectoria de militancia en los espacios eclesiales, las dos cosas en las que he gastado lo mejor de mi juventud. La noticia fue acogida con más ilusión, si cabe, del otro lado: el Departamento de Musicología de la UCM leyó aquella como una oportunidad estupenda que había que respaldar y aprobó la propuesta de tesis. La catedrática Cristina Bordas, que llevaba unos meses tutorizando la realización de mi Trabajo de fin de máster, accedió a ejercer como directora de tesis. 

Con todos estos apoyos se iniciaba un camino novedoso para mí. Yo, que me había formado como intérprete de piano y clave en los conservatorios superiores de Badajoz y Madrid, apenas había empezado a entender lo que era la musicología unos meses antes. Resonaban en mí las palabras del profesor Gerardo Arriaga, quien nos ha dejado recientemente:  «la musicología trata de cómo la música se relaciona con todo lo demás». En esa línea, me habían estimulado mucho los diálogos en torno a la historiografía, la sociología, los estudios de género... Y, especialmente, las nuevas perspectivas sobre la música de los siglos xvii y xviii en Latinoamérica, enfoques que superaban la mirada colonialista y eurocéntrica e incidían en una comprensión diferente de este patrimonio y su interpretación. 

Las lecturas de investigadores como Bernardo Illari, Leonardo Waisman o Javier Marín me dieron vuelo y me impulsaron. Muy diferente estaría siendo el proceso sin estos referentes científicos de primer nivel que, llegado el momento, han sido inmensamente generosos al abrirme plenamente las puertas de su casa, de su comprensión del arte y la cultura americanas, y de la misma vida.

Los meses intensivos del máster me habían amueblado la cabeza y habían sentado las bases para iniciar esta andadura. Lo que vino poco tiempo después es conocido por todos. La pandemia de la COVID-19 cercenó prematuramente multitud de vidas y puso coto a todas nuestras aspiraciones, clausurando el presente y dejando la expectativa del futuro en un suspenso plagado de incógnitas. Algunos días después del correo del arzobispo de Sucre, un chico joven –pero enfundado en atuendos antiguos y con una expresión de porte dieciochesca– me había agregado a Facebook presentándose como el maestro de capilla de la Catedral y mostrando su disponibilidad para guiarme en ese camino: Gabriel Campos.

 La pandemia hizo que este encuentro, previsto para 2020, se haya postergado nada menos que tres años. Pero el confinamiento terrible me permitió (cuando las noticias de cerca y lejos no martilleaban la paz) enfocarme plenamente en este proyecto, buscando vías de financiación y sumergiéndome en todas las lecturas a mi alcance.

En medio de todo eso no han pasado pocas cosas: el comienzo de un contrato de investigación y docencia en la Universidad Complutense de Madrid y las estancias de trabajo en el Archivo General de Indias, que abonaban el terreno para lo que estoy haciendo ahora... y, por supuesto, la primera experiencia en suelo americano en Buenos Aires, que hizo que mi mapa de afectos esté ya irremediablemente dividido por el océano Atlántico y repartido entre dos fragmentos de mundo.

Mientras escribo estas líneas estoy en una terraza de un hotel de Sucre en el barrio de la Recoleta, al pie del Sica Sica y el Churuquella, los dos cerros que coronan el nacimiento de la ciudad, a pocas horas de mi primer encuentro con el arzobispo Juárez, quien acaba de regresar de un viaje por Europa. Aunque el invierno ha irrumpido con fuerza hace un par de días con unas temperaturas que la gente de aquí no recuerda desde hace veinticinco años, le cuesta desafiar la amabilidad de un clima que nunca suele ser –por lo que dicen– ni demasiado gélido ni demasiado caluroso.  

En un mes y medio me he acompasado a Sucre en una rutina diferente, alejada del frenetismo de las grandes urbes como Madrid y Buenos Aires, y más cercana a la cadencia de la vida en mi Extremadura natal. La ciudad es, como dice Gabriel Campos, la ciudad de la música, de la gastronomía, de la historia. Sucre es también la ciudad de las genealogías. Hay una realidad que, como ha percibido Cristina Bordas en las descripciones que le he ido compartiendo desde mi llegada, discurre en paralelo a lo cotidiano, impregnada con una suerte de realismo mágico que nos conecta con el mundo perdido de varios siglos atrás. Cada edificio, cada rincón está teñido de historia. Pareciera que en algunos aspectos nada ha cambiado desde el siglo xviii. Buceando entre la documentación de archivo no es extraño encontrarte los nombres de los antepasados de las personas con las que hoy te cruzas por la calle, compartes atril en un ensayo de la Capilla musical o dialogas en torno a una mesa degustando un buen vino producido en la altura de los valles de Tarija…