Cuando
hace poco más de una semana me montaba en el tren para ir a Barcelona y
posteriormente al pequeño pueblo borgoñés de Taizé me invadía en primer lugar
la inquietud , la inseguridad de viajar sólo y el desconocimiento ante lo que me
iba a encontrar.
Sin saberlo
me estaba sumergiendo ya en las primeras horas del viaje en lo que la comunidad
ecuménica de Taizé, un pequeño grupo de religiosos de distintas confesiones cristianas
que veían la necesidad de sentar las bases de una convivencia y confianza entre
humanos después de la barbarie de la Segunda Guerra Mundial, soñaron hace mucho
tiempo y pusieron en práctica: la peregrinación de confianza a través del
mundo.
Peregrinación,
confianza, mundo…Probablemente estas tres palabras albergan tres claves
fundamentales del estar en la vida desde la autenticidad, profundidad y
plenitud que a muchos nos da el seguimiento de Jesús y el Evangelio: el
ser peregrinos y no meros viajeros,
turistas…
Son
distintas las motivaciones de quienes llegaban allí y todos coincidían en que
cada vez que habían visitado Taizé era distinta: cada vez es distinta porque
nosotros somos distintos…
Así, para el
peregrino, el viaje, el camino, es distinto no sólo por lo geográfico o lo
material sino por la vivencia interior, el proceso vivido.
“No podrás bañarte dos veces en el mismo río”
Unido
al peregrino está la confianza: la
necesidad de desproveernos de lo accesorio, de viajar “ligeros de equipaje”.´
"No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis".
Experimentar la aventura de una semana en medio de la naturaleza sin la
esclavitud de internet, las redes sociales o los móviles, donde esperas una
cola de miles de personas para recibir un pequeño plato de comida con un
cubierto es una experiencia también de libertad y de autenticidad a la que esta
confianza te lanza, de romper los corsés que la cultura y sus inercias nos imponen.
Confiar es
desproveerse de las seguridades y desafiar el miedo. Para mí hubiera sido
impensable hace unos años lanzarme a viajar solo en autobús con 33 jóvenes
desconocidos hacia un pequeño pueblo francés donde se encuentran cada semana
más de 3000 personas.
Pero
todo eso cobra sentido con el descubrimiento del mundo, la comunidad universal que se revela al sentirte en conexión con cada ser humano, viéndolo no como extranjero o extraño sino como hermano,
compañero y ciudadano con quien camino, siento y me encuentro en un mismo
paisaje vital.
Es la
confianza de sentirnos acogidos en casa fraterna allá donde vamos y de mirar al
otro como igual más allá de las lenguas, las nacionalidades o las diferencias culturales.
"¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?"
Y ese
sentimiento es el que nos permite prender pábilos, tender puentes y construir
lazos derribando fronteras y distancias y nos hace descubrir nuevamente a ese
Dios que se muestra en la belleza humana revelando el milagro imparable e
inagotable de la vida.