martes, 2 de noviembre de 2021

Algo que ver con la vida

Como es habitual en los niños de su edad, Veda suele quedarse ensimismada jugando con el desayuno antes de ir al colegio. Su padre, de pie y listo para empezar la jornada laboral, extiende la mano para prepararse las tostadas ante una de esas mesas de cocina norteamericana en las que no falta de nada a primera hora de la mañana.

-Papá, no quiero preocuparte, pero mi pecho izquierdo se está desarrollando más rápidamente que el derecho. Eso significa una cosa: cáncer. Voy a morir.

Así arranca My chica (Howard Zieff, 1991); en apariencia, una de esas producciones concebidas para explotar el estrellato precoz de Macaulay Culkin –el niño travieso de Solo en casa– y condenadas a las parrillas de sobremesa de los sábados. Nada más lejos de la realidad. La película es una reflexión preciosa, dura y, a la vez, llena de ternura, sobre la muerte desde los ojos de la infancia.

          El fantasma de la culpa planea sobre Veda desde que su madre no superara las complicaciones del parto, pero la muerte forma parte del paisaje cotidiano de su vida. Su padre es el gerente de una funeraria instalada en el domicilio familiar y Veda se obsesiona cada día con las causas del fallecimiento de los clientes que llegan. Continuamente acude al médico desesperada asegurándole que tiene un hueso de pollo atravesado en la garganta o que padece preocupantes dolores de próstata.

          Quizá la imagen más desoladora de la película, por traernos de manera palpable a esa experiencia, es aquella en la que Veda contempla desde los barrotes de la escalera de casa el funeral de su amigo. Mientras tanto vemos en segundo plano a su abuela, una mujer muy mayor, cuya memoria marchitada hace tiempo que la ha alejado de este mundo. Es la incomprensión que sentimos cuando personas jóvenes y llenas de vida parten de forma inesperada mientras las sobreviven otras, en un lento proceso de apagarse y con un gran camino recorrido.

        Como le ocurría a Veda, la muerte se acomoda en nuestro escenario y nos preguntamos por ella. La pregunta ante la muerte forma parte de la pregunta sobre la vida. Recuerdo que hace varios años compartí una jornada de retiro con un grupo de personas –diversas en edad, procedencia y situación vital– que no nos conocíamos previamente. Era un sábado santo, ese día en el que los cristianos reflexionamos sobre el silencio e incomprensión que suceden a la pérdida, y se nos llamaba a compartir experiencias de muerte en nuestro entorno. Me llamó la atención la culpa tan poderosa que taladraba a una chica a raíz de la muerte de un familiar, al que sentía que no había correspondido con el mismo cariño que había tenido durante toda la vida con ella. Esa experiencia le había convertido en una persona mucho más generosa con la expresión de sus afectos, pero la imposibilidad de ofrecerlos a quien se la transmitió la llenaba de remordimientos.

 “A las personas no las enterramos; las sembramos para que den fruto”. 

Paradójicamente, las personas que más nos enseñan no suelen ser las que se benefician de nuestro aprendizaje. Quienes más generosamente siembran en nosotros no recogen los frutos de la semilla que depositaron. Cuesta entender esta lógica, quizá porque no encaja con el sistema que delimita las coordenadas en que nos movemos: cada cual está llamado a ganar de acuerdo a lo que “produce” e invertir en aquello o aquellos que le reporten. No se nos educa para entregar a fondo perdido.

El hilo fino que nos vincula a los que se fueron guarda poca relación con eso. Tiene más que ver con esa esa generosidad que nos mueve a cuidar la Tierra teniendo en cuenta a los que vendrán; con las decisiones de consumo que de vez en cuando tomamos pensando en el sostenimiento de comunidades y lugares lejanos que quizá nunca conoceremos o con ese enamoramiento que de vez en cuando nos atraviesa y nos impulsa a lanzarnos instintivamente al vacío, sin vislumbrar nada claro que haya una red al otro lado.

Para evitar mencionar el tabú de la muerte a menudo nos servimos del frío eufemismo “fallecer”. En otros idiomas, los vocablos albergan metáforas mucho más consoladoras. Los franceses emplean el verbo “eteindre” (apagarse, extinguirse), la misma palabra que se usa para referirse a las estrellas, cuya luz se va debilitando lentamente y sigue brillando, tímida pero fiel, durante mucho tiempo después de haber abandonado el firmamento.

Ante la pérdida de la gente a la que queremos las grandes respuestas de la religión, la ética y la filosofía suelen quedarse cortas. Los grandes aforismos caducan enseguida. A veces confortan más unos versos, un poema, una canción. En el fondo, solo cabe el silencio, el deseo de prolongar los frutos de la cosecha recibida y la única certeza de que esto de la muerte es algo que tiene que ver con la vida.