Ese hombre de mediana edad tiene
la mirada cansada
en una cafetería de Madrid a
pocos metros de los cines Renoir.
Sostiene con firmeza una taza de
café y el argumento
de que cuando uno está enamorado
olvida las tablas de multiplicar.
Ella, algunos años mayor que él,
asiente
y oculta su hastío
tras las gafas de sol
y una copa temblorosa de vino.
Cuando uno está enamorado,
insiste, olvida los resultados del Madrid Betis del domingo.
La memoria era otra cosa.
El amor debe de tener algo que
ver con eso.
Con que hace unos años las mamás
de nuestro país
llevaban sonajeros de recién
nacido a sus fusilamientos.
La sala de espera es un jardín
de soledades anónimas en el aeropuerto de Paris Orly.
Suena una música para piano (Gymnopédie 1 de Satie)
y tras la puerta de los baños
una pintada rebelde declara
“The good times are killing me”.
Arde Notre Dame
y llueve.
A ella le preocupan otras cosas,
viste, la urgencia
de unos pantalones apretados
contra un cuerpo de asfalto.
Cuando llega la noche
hay un reclamo de calor en la
intemperie de los cajeros
y han venido a sentarse en el
escaño los nostálgicos cruzados de la cristiandad.
Paseo por Montmartre.
De nuevo, el silencio en la
basílica, los escaparates, el tiovivo detenido,
una galería que ofrece
miradas a sexo descubierto.
“El amor corre por las calles”, ha
escrito alguien
en el paso de cebra.
A ver si con la próxima reforma
educativa
la circulación vial y el corazón
dejan de ser asignaturas
pendientes
en el currículum de las
escuelas.