Se pueden encontrar muchos motivos para cruzar un océano
pero ninguno comparable a la posibilidad
de vivir dos primaveras en un mismo año.
Uno ha guardado las camisas en el ropero, dice ya fue, se
prepara
para soplar las velas, comerse las uvas
y encomendarse con esperanza dudosa
a que lo mejor siempre está por llegar
cuando una mañana de noviembre te sorprende el reestreno de
un sol
que ilumina lugares donde florecer de nuevo:
la esquina de Chile con Defensa un domingo
en el que un piano está vibrando en la calle con las tripas
expuestas,
esa estación de subte en la que un músico canta una canción
que se ha sacudido la escarcha de los recuerdos
y ahora cuenta con sus viejas palabras tus nuevas historias,
la fiesta en Congreso que sigue a cada marcha
en la que pasaste de ser espectador anónimo
a garganta entregada a la causa.
Tarda en arrancar este colectivo
y yo, que no creo en esas cosas,
te pregunto qué significa tu signo del zodiaco
que soy una llorona, ríes, me dices
que no puedes ser infeliz
viviendo en una ciudad
donde puedes finalizar cada día
mojando tus pies en el mar.
En la ruta nos despojamos de todo
para convertirnos solo en aquello que nos mueve
como una culebra que se desprende de su piel
para arrastrarse más ligera hacia su destino.
Estrella fugaz de cumpleaños en una noche de verano
¿qué deseos vienes a conceder?
Atravieso el Puente de la Mujer
en medio del tránsito
de turistas intoxicados de selfies.
Una mujer llamada Flor del Valle
toca una caja chayera.
A veces me tiran un peso, viste, a veces
me dicen boliviana
la gente en la ciudad no entiende mi música.
Un canto andino de la quebrada
cercena como un cuchillo eléctrico el skyline de Puerto
Madero.
Como esta ciudad, que le dio la espalda al río,
dos siluetas se diluyen entre la multitud
para no volver la vista atrás.