Hay un rincón en cada patio de colegio del mundo
que nos sigue perteneciendo.
Es esa parcela de tierra donde se cavan trincheras y se
tienden emboscadas,
se conquistan galaxias,
se vuela lejos
lejos de la cancha
donde otros niños juegan a fútbol y sudan con el pecho al
descubierto.
Nosotros olíamos a Actimel a media mañana
y lucíamos un chándal que siempre estaba nuevo, un chándal
que jamás se gastaba
porque éramos los últimos elegidos para unirse a la fila
de los capitanes cuando formaban sus equipos antes del
partido
pero no pasaba nada. No pasaba nada
porque esa noche daban el payaso Pennywise en Telecinco
y con un poco de suerte esta vez nuestros padres nos dejaban
verlo. El payaso
Pennywise,
que aparecía y se esfumaba entre la ropa tendida con sus
globos de colores
y devoraba a niños en las alcantarillas a principios de los
noventa.
Aquellos primeros terrores llegaban con el olor irresistible
de lecturas de bolsillo en tapa blanda
con más de mil páginas
que nunca nos amedrentaban.
En todas, un escritor, una pandilla
de niños perdidos en un bosque
que los atraía lentamente con sus fauces
hacia el interior
de sus entrañas mágicas
y después de expulsarlos ya no volverían a ser los mismos:
las promesas de sangre, el primer temblor –ella le había besado–, el miedo
a hacerse un día adultos y olvidarlo todo.
Se nos quedaron pequeñas las zapatillas
sin habernos bajado del autobús. La prueba estaba
en esas cintas de casete donde tu hermana mayor
había copiado a mano los títulos de las canciones
del último disco de La oreja de van gogh
y se habían convertido sin quererlo
en la banda sonora de tus quince años
que nunca llegarían pero ahí estabas
emocionado porque ella
se había quedado dormida en el viaje de vuelta
con tu sudadera puesta
de modo que poco importaba
la retirada de las tropas de Irak
o que Anakin Skywalker se hubiera vuelto un adolescente
insoportable que en nada hacía justicia
a la revelación canónica de El imperio contraataca.
Un día nos soltaron en la puerta sin previo aviso
y nos dejaron solos
a nosotros que como en la fábula de Tim Burton
éramos peces grandes en un estanque pequeño
nos soltaron en mitad del océano
pero habíamos aprendido a nadar y aderezar las historias
con ese realismo mágico
de soldado paracaidista
infiltrado en una misión secreta en territorio asiático
que logró salvar su vida una noche
ablandando con su historia de amor
el corazón de dos bailarinas siamesas.
Nos ayudó ver al fantasma
de Humphrey Bogart instruyendo a Woody Allen
“así no, hijo, tienes
que ser duro con ellas”
para entender al final que el secreto solo consistía en ser
nosotros mismos
si queríamos cruzar el hangar y conquistar otros cielos.
Todavía a veces mi abuelo
me coge en brazos y me asegura
que, pese a lo que me dirán en la calle,
fumar no me hará más hombre.
No lo pone en nuestro currículum
pero tuvimos la mejor escuela
en quienes nos enseñaron que también era de hombres
flaquear ante las grandes empresas.