lunes, 1 de abril de 2013

Las mieles del fracaso


De los directores de cine a cuyo trabajo me he acercado más últimamente, me ha cautivado con especial interés el americano John Huston. Entre sus obras  destacan algunas de las joyas más singulares del cine negro y de aventuras del Hollywood clásico, relatos plagados de rostros inolvidables con algunos de los fotogramas más emblemáticos y recordados de la historia del séptimo arte.

Una de las ideas más recurrentes de su filmografía es la de la búsqueda fallida. Desde El halcón maltés a El hombre que pudo reinar, pasando por El tesoro de Sierra Madre, Huston nos relata con inusitada belleza y lirismo la historia de personajes  a menudo entrañables y fieles que, cegados por la ambición desmedida ante una empresa ilusionante y arriesgada, se lo juegan todo para alcanzar el éxito y, finalmente, con el cansancio del camino y la amargura del fracaso, el triunfo se les escapa como arena entre los dedos cuando están a punto de abrazar la gloria.


Si bien las películas de Huston buscan mostrar la debilidad y corrupción del género humano en situaciones extremas en las que los personajes abandonan la fidelidad de la amistad frente al deseo incontrolable de conseguir tesoros u ostentar poderes ancestrales, la cuestión del fracaso y el éxito inunda la cultura occidental con implicaciones que atraviesan transversalmente todos los ámbitos de la vida.

Estamos educados para el éxito. Desde el sistema educativo  se nos insta a competir y alcanzar las más altas calificaciones para optar a las carreras con más demanda. Igual ocurre en el mundo laboral,  donde  multitud de personas aspiran a pocas plazas con las calificaciones, los méritos y el expediente como único criterio para decidir quién es más apto para un puesto determinado.

El éxito, a menudo alentado desde los propios hogares donde los padres nos aconsejan  estudiar una carrera que tenga abundantes perspectivas laborales y porvenir, se mide frecuentemente en términos seguridad, bienestar y comodidad pero también de individualismo, soledad y renuncia.

Recuerdo, hace algunos años, en el Ciclo de Conferencias y Conciertos dedicado al ilustre pianista extremeño Esteban Sánchez, a un conocido del artista hablando de él como una persona cercana y apegada a su tierra y a su gente.  El conferenciante confesaba que probablemente Esteban acertó cuando, en la cima de su brillante carrera como concertista internacional, renunció a continuar prodigándose por los escenarios del mundo y decidió volverse a ejercer su magisterio al calor de su Extremadura natal.

Y contaba, como anécdota, que años atrás había coincidido, ejerciendo como taxista, con la gran Alicia de Larrocha, la dama del piano español del s. XX  y ésta había roto a llorar desconsolada al final del trayecto, revelando la soledad en que el frenético ritmo de los conciertos y los viajes continuos la sumían.

Se trata de dos figuras fuera de lo común y de dos maneras de abordar una gran carrera artística pero, en cualquier caso y , más allá del mundo de la música, la cultura y la sociedad alientan a cada individuo al éxito y empujan  y desbordan a muchos a los márgenes del fracaso, con la incomprensión que sufre el que no se ciñe a las reglas fijadas para el juego o no sobresale con la genialidad de los que están arriba.

Y es curioso que, frecuentemente, uno descubre que son las experiencias de fracaso, de tomar conciencia de las debilidades y limitaciones de cada uno, las que más nos hacen crecer y conocernos a nosotros mismos, las que nos hacen más humanos. Y en ese conocernos y reconocernos a menudo surge el encuentro con otros.

Y  también es curioso que muchas veces los más felices no parecen ser los que despuntan en los podios sino los que saben trazar un camino alternativo con la confianza de la autenticidad y el riesgo de remar a contracorriente.