Antes
de ser acuñado como el himno oficial de la España en cuarentena, el tema “Resistiré”
del Dúo Dinámico fue popularizado gracias
a su aparición en ¡Átame!, de Pedro
Almodóvar (1989). La canción representaba, también en esta película, un grito
de liberación después de un encierro forzado y demasiado largo: el secuestro de
Marina, una actriz porno adicta a las drogas (Victoria Abril), a manos de Ricky,
un joven conflictivo recién salido de la cárcel y obsesionado con ella (Antonio
Banderas).
“Tengo veintitrés años y cincuenta mil
pesetas. Y estoy solo en el mundo”. Algo que siempre me ha fascinado del
cine del director manchego es su capacidad para contar historias de gente
sencilla atrapada en vidas tocadas por la tragedia. Personajes movidos por
impulsos primarios hacia situaciones extremas. Son relatos donde el amor y la
violencia irrumpen como expresiones colindantes de un deseo desbocado, de una
ingobernable ansia de vivir.
Es
la radiografía de una España de periferias: drogadictos, prostitutas,
traficantes y personas marginadas de identidad sexual diversa. La crónica de
quienes, a nuestro lado, en nuestras ciudades y barrios, siempre pierden todas
las partidas. En Almodóvar no hay ningún juicio ni condena, solo una mirada de
compasión y de ternura hacia quien lucha por sobrevivir y ser feliz frente a
condiciones continuamente adversas.
En
el plano final de la película, Ricky, Marina y su hermana inician un camino
incierto por carretera hacia una nueva vida, con la consigna única de la letra
que cantan entre lágrimas de emoción: resistir para seguir viviendo, soportar
los golpes y jamás rendirse.
Probablemente
ese sentimiento, esa intuición hacia un futuro cargado de dudas pero que solo
se puede encarar desde la esperanza, es también el motor que nos mueve y
conmueve en esta cuarentena. Nos interrogamos sobre la duración de este confinamiento,
tememos por nuestra salud y la de nuestros seres queridos durante la pandemia y
tratamos de imaginar el escenario del mañana.
No
encontramos demasiadas respuestas. Apenas el consejo mutuo de no asomarnos mucho
más allá del corto plazo, de vivir cada día, de resistir y reivindicar la mirada
de esperanza hacia lo que está por venir. Quizá no es poco ser capaz de
mantener este espíritu.
A
lo mejor nos pasa como al personaje de Marina en ¡Átame!, y el síndrome de Estocolmo nos lleva a enamorarnos, casi
sin darnos cuenta, del estilo de vida asumido durante este secuestro. Puede ser
que nos demos cuenta de que nos hace felices vivir con menos gastos, reducir
nuestros desplazamientos y aligerar nuestras agendas. De que el cultivo de los
espacios y tiempos de hogar nos permite crecer y saborear la vida con una
cadencia más reposada y lenta. Y de que esto es compatible con privilegiar lo
esencial: las redes comunitarias que más nos alimentan.
Lamentablemente,
son muchas las partidas que se están perdiendo por el camino. Son demasiadas
las bajas en el frente de batalla, tal y como se está expresando en estos días
(me resisto a que solo nos podamos servir de la metáfora bélica para narrar e
iluminar esta situación).
Y
son muchas más las que se van a perder, pues el escenario futuro que se vislumbra tampoco va a
ser igual para todos. Parece un tópico volver a señalarlo, pero se hace
necesario. Para quienes nos dedicamos al oficio del arte, los despidos, los
ERTEs y la cancelación de espectáculos se suman a nuestra rutina de la no
cotización, las clases no declaradas, la temporalidad y los contratos
precarios. Junto a esto, prevalece la minusvaloración de nuestra profesión y la escasez de tejido asociativo
para reivindicarnos y sentirnos como colectivo.
En una
de las reflexiones de estos días con mi compañero de cuarentena veíamos que no
se trata solo de subrayar lo heroico de la labor sanitaria, sino de visibilizar
el papel de todas las personas y desempeños que hoy, y en todo tiempo,
contribuyen, desde lugares diversos, al cuidado y sostenimiento de la vida.
Habrá
que pensar en ello para cuando salgamos. Para que, al salir, no nos vuelvan a
marcar el paso los discursos hiperventilados de las redes, la vorágine
capitalista que nos inocula la necesidad de producir para sentirnos útiles y el
empuje silencioso y constante del fantasma de los totalitarismos.
Habrá
que aprovechar para reflexionar ahora. Ahora, que tenemos tiempo para pensar.
Ahora, que los vientos de la vida soplan fuerte, y la noche no nos deja en
paz.
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