viernes, 20 de marzo de 2020

Cuaresma sobrevenida


Difícilmente podíamos imaginar hace poco más de una semana la situación en la que nos encontramos ahora. No estábamos preparados. Supongo que pasa lo mismo que con la mayoría de situaciones de la vida, que te sobrevienen sin mochila previa. Nos toca aprenderlas a fuerza de vivirlas.

   No estábamos preparados. No ya desde el punto de vista político y sanitario (es muy fácil verter críticas sobre la gestión del Gobierno central o los autonómicos cuando nadie supo anticipar las dimensiones del desastre a pesar del antecedente de Italia), sino a nivel personal. Nuestros abuelos, que dieron sus primeros balbuceos entre el ruido de sables de una España que respiraba una atmósfera prebélica, no imaginaban que iban a presenciar, desde la soledad del confinamiento en el hogar, una epidemia de escala mundial. “Lo que vamos a conocer”, decía mi abuelo Quico cuando se desató toda la crisis y el estado de alarma y la cuarentena se hicieron inminentes.

Tampoco los jóvenes, que hemos vivido las ventajas de una globalización que nos ha permitido la hiperconexión con gente de todos los continentes, y que no podíamos concebir que un pequeño virus tuviera la capacidad de detener el mundo y poner freno drásticamente a una dinámica tan agresiva de relación con la Tierra. Lo que reclamábamos hace varios meses en las calles y demandaban nuestros líderes juveniles en la cumbre COP25, vaya.

La precipitación de los acontecimientos ha hecho que todos miremos nuestro comportamiento de los días inmediatamente previos como irresponsable. Dos días antes del comienzo de la crisis yo estuve visitando una residencia de mayores y participando en la manifestación del 8M, como tantas otras personas, algo que a los ojos de hoy resulta de una temeridad absoluta.

No está siendo fácil, no. Y, por mucho que tratemos de reconocer este tiempo como un lugar de posibilidad para detener nuestro ritmo de vida y otorgar un espacio al trabajo de lo interior, resulta muy difícil mantener la calma cuando nos seguimos asomando a las desoladoras cifras que nos muestran cada día los medios de comunicación.

Sin embargo, esta crisis ha acertado en la diana de nuestro bienestar, en la línea de flotación de nuestro modo de vivir, y merece la pena pararse a reflexionarlo. De repente, nuestra agenda repleta de “urgentes” se ha convertido en una lista vacía de tareas a postergar sin mayor pena ni gloria. Nuestros “importantes”, aquellos a los que siempre relegamos al tercer o cuarto escalón de las prioridades, se vuelven casi lo único que nos ocupa y nos preocupa.

Nos ha sobrevenido un período de obligado confinamiento que coincide con la Cuaresma para quienes nos llamamos creyentes. Un tiempo que siempre convoca al desierto interior, al silencio, a la contemplación y a la especial empatía hacia el otro y hacia el mundo. Y llega en estos días en los que aflora con especial sensibilidad, salvo algunas excepciones, la responsabilidad hacia quienes amamos. A los hijos nos toca hacer de padres y a los padres de abuelos. Los roles se cambian. Todos nos interpelamos en responsabilidad mutua.

A pesar de no estar preparados, no nos ha costado mucho asumir en pocos días una dinámica en la que la organización de la vida está puesta al servicio de la protección y cuidado de las personas más vulnerables. Los medios digitales están siendo el vehículo privilegiado para el acompañamiento de quien está lejos, de quien tiene que atravesar la cuarentena solo, de quien se ha enfermado y espera con impaciencia la mejoría sin una mano amiga que le atiente. Están siendo la herramienta para conectar con la realidad de quienes no tienen casa en la que “quedarse”. Qué bonito si pudiéramos, a través de estos medios, ofrecer, como diría Silvio, la “mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta”.




El próximo domingo la liturgia cristiana nos presenta un pasaje que difícilmente podría ser más oportuno para iluminar el drama que estamos viviendo: el ciego de nacimiento (Jn 9). Se trata de un relato en el que se contrasta la concepción de la enfermedad en la Antigüedad, entendida como castigo divino por los errores de los antepasados, con una visión novedosa en la que el enfermo es la metáfora de la persona que toma las riendas de su vida y se convierte en el sujeto de su propia historia.

Vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Entonces escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)». Él fue, se lavó, y volvió con vista.


     No es una narración milagrosa del salvador que sana al desvalido desde el paternalismo. Es el testimonio de un encuentro personal que empuja a la persona enferma a ponerse en movimiento e impulsa su liberación personal.


Quizá hay mucho de eso en la crisis que estamos viviendo. De tomar conciencia de una vulnerabilidad que nos hace sentirnos a todos como enfermos reales o potenciales, nos llama a la solidaridad en todas las direcciones (entre países, entre clases sociales, entre generaciones…) y apela a nuestra responsabilidad individual y colectiva. 

        Y de entender que esta tragedia no es un castigo de nadie, pero sí un grito que apunta al corazón de nuestros propios límites como personas, como sociedades, como mundo. Y es la llamada a convencernos de que, como diría León Felipe, para salir de esta crisis “no es lo que importa llegar solo ni pronto, sino llegar con todos y a tiempo”.




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