viernes, 11 de enero de 2013

La cirugía del tiempo



Cumplir años,  comernos las uvas, arrancar páginas de un calendario o desechar agendas vencidas  son signos que nos hacen  tomar conciencia del paso del tiempo, de nuestro paso por el tiempo y, también, del paso del tiempo por nosotros.
Desde antiguo, el tiempo ha sido una de las obsesiones del hombre  ante el anhelo innato de trascender, de perpetuarse o de ir más allá de una existencia que sabemos que es finita y limitada.
Los cánones de belleza cambian en cada cultura, en cada época y, sin embargo, todos los imaginarios, todos los pensamientos y todas las estéticas asocian la belleza  humana a la juventud, como estado de plenitud,  vitalidad y amor desbordante.
El tópico del Carpe Diem en la literatura y en manifestaciones artísticas de diversa índole nos invita al aprovechamiento del esplendor pasajero de la juventud y de lo genuino e irrepetible de cada momento antes de que el tiempo con su implacable discurrir nos robe la gloria y la belleza dorada.
Hace unos días, una escena de una película con enorme fuerza emotiva me despertaba la reflexión sobre el paso del tiempo,  el sabor amargo de envejecer y la nostalgia del pasado.
Se trataba de Intervista, de Federico Fellini, en la que el maestro nos abría las puertas de sus estudios, en el crepúsculo de su carrera, para hablar y retratar su trabajo cinematográfico.
En un momento de emoción y calidez familiar, Fellini se presenta, acompañado del marchito galán italiano Marcello Mastroianni, disfrazado de prestigidator, en la casa de la exuberante Anita Ekberg, junto a la que protagonizó muchos años atrás La dolce vita.


Marcello, con un simple truco, hace volver “los bellos tiempos del pasado” trayendo al lugar el momento mágico del encuentro entre ambos en la Fontana di Trevi.
Anita y Marcello, ya maduros pero aún con el encanto embriagador de antaño, se emocionan ante la escena. Cuando Marcello repite las palabras que le dedica a la musa en aquella noche parece que la escena tiene lugar de nuevo y, sin embargo, la magia se rompe rápidamente cuando le dice “¿Tienes un  licorcito?”
Caemos en la cuenta de que aquel momento es irrepetible y  es imposible volver a él y, sin embargo, es eso precisamente lo que lo hace inmortal, eterno, imperecedero…
El tiempo, como arena que desaparece entre los dedos, pasa rápido y, a pesar de que evitemos pensarlo,  su discurrir nos dibuja con una cirugía silenciosa las huellas de la experiencia, la fatiga de los pasos y el regusto de los recuerdos.
A mis 22 años recientemente cumplidos no es un tema que me quite el sueño ni que me inquiete en exceso, pero no puedo evitar reflexionar sobre ello cuando me relaciono con personas mayores y las contemplo en la serenidad del ocaso.
Y ante esa realidad que nos azota día a día en la que vemos a nuestro alrededor tantas muertes tempranas por accidentes de tráfico y agresivas enfermedades que asolan a personas jóvenes, también siento el agradecimiento  y la alegría de los que, con la mayor parte del camino de la vida recorrido, disfrutan,  contemplando con sosiego el fruto de lo sembrado a su alrededor y viven en la confianza de los suyos sin las preocupaciones sobre el futuro (trabajo, estudios, familia, economía…) que  nos agitan a los más jóvenes.
Mirando a mis abuelos comprendo el sentido de ese tiempo que atesora vida en abundancia y nos brinda a los demás la presencia viva y tierna del que, en su entrega a los demás,  recibe y regala la felicidad más plena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario