jueves, 27 de septiembre de 2012

Escribiendo la historia


Hace un par de días,  Fernando Trueba, con motivo de la presentación de su última película en un programa de televisión sostenía que el cine es la única memoria verdadera para un país. Si una persona se pasa todo un año leyendo periódicos y viendo telediarios de un determinado lugar no logrará capturar una idea tan clara de la realidad de un pueblo como a través del cine que tiene como trasfondo la cultura, las formas de vida , de pensar y de sentir del mismo.
Se emitió, al hilo de la entrevista, la película El año de las luces, film que retrata el despertar del amor, la sexualidad, la vida y el deseo emergente en un joven de quince años que es internado en un sanatorio de la frontera portuguesa, luces que alumbran el oscuro trasfondo de la posguerra y el inicio del franquismo en el año 1940.
Curiosamente o quizá muy premeditadamente, El año de las luces forma un díptico con la más conocida obra del director Belle époque, recreación bucólica y alegre de una época perdida o bien la nostalgia de lo que pudo ser y no fue: el preludio, en 1930, de la Segunda República Española que el largometraje refleja como el ilusionante horizonte que se dibujaba en  una España donde florecía la libertad de pensamiento, el deseo de vida y el anhelo de progreso.
A mí, personalmente, me resulta inevitable intentar retrotraerme e imaginar esa época, época en que mis abuelos nacían o daban sus primeros pasos, y preguntarme qué hubiera ocurrido si ese horizonte no se hubiera visto tan brutalmente ensombrecido y silenciado por la barbarie de una guerra civil y la negra estela de una dictadura de cuarenta años.
No sé qué habría pasado si nuestros más brillantes intelectuales, poetas y artistas no se hubieran exiliado, o hubieran sido silenciados o encarcelados y si el aislamiento social, económico  y político, así como la represión no hubieran lastrado el desarrollo de nuestro país durante tanto tiempo.
Los que me conocen bien saben que no creo en la idea de destino, de que “ las cosas pasan porque tienen que pasar” sin más vuelta, puesto que para mí supone asumir la derrota y abnegación que significa aceptar que no llevamos el timón, que no controlamos las riendas de nuestra vida.
Por eso no creo que los acontecimientos del pasado fueran inevitables y sólo así podíamos aprender de ellos. Por eso creo que asomarnos a la historia supone aprender de los errores pero también reconocer a tantas y tantas personas que, con sus afanes y su vivir diario y cotidiano eran dueños y capitanes de sus vidas a pesar de que otros tantas veces se hayan enfundado el poder de dirigir y condenar sus destinos.
Y por eso hoy, cuando observo el cerco al Congreso de los Diputados, me alegra y me reconforta el pensar que miles de españoles tienen la voluntad de ser los dueños de su destino, de decidir por ellos mismos y de escribir una historia propia que late a fuerza de indignación, la indignación ante unos políticos que, con desbordante cinismo comparan la manifestación con la intentona golpista de 1981, de los que ponen en primera línea de prensa las cargas policiales y la agresividad de los manifestantes y son  incapaces de leer la fuerza de la reivindicación y la evidencia de que son ellos los que, a través de su incompetencia y falta de dignidad, ejercen la violencia institucional que aprisiona golpe tras golpe a los más débiles.
Son los mismos que preconizan una veneración a una Carta Magna  según ellos intocable que hace tiempo que vendieron al mejor postor.
Ante ello, reafirmo el desafío, la necesidad y la responsabilidad de repensar y cuestionar nuestro sistema y  considerarnos autores y sujetos de una historia que debemos escribir nosotros, sin dejar que los políticos, los bancos o la economía dirijan y conduzcan nuestro destino al irremisible naufragio al que parecemos abocados.

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