«La mejor manera de unir a la gente es darles un buen enemigo». La frase resume bien un año marcado por los conflictos; conflictos que, a lo largo y ancho del planeta, se han desencadenado como consecuencia del auge de ideologías fundamentalistas. Podría haber sido pronunciada por Benjamín Netanyahu, por Vladímir Putin, por Javier Milei o por Donald Trump. Pero no. Está puesta en boca de un personaje de nuestra infancia: el Mago de Oz, interpretado por Jeff Goldblum en la adaptación del musical Wicked que acaba de llegar a los cines.
La película cuenta los orígenes de la malvada Bruja del
Oeste, cuya maldad parece tener su explicación en una historia personal de
soledad, rechazo e incomprensión.
La llegada de
las dos protagonistas a una especie de universidad de las artes mágicas —que
recuerda al Hogwarts de Harry Potter, pero también a los espacios de la serie Miércoles— muestra un escenario que a
cualquiera que ha pasado por las aulas le resulta familiar: en el ambiente
estudiantil se libran las batallas de la popularidad, del reconocimiento e integración
en el grupo y de la futura proyección profesional. El cine nos lo ha mostrado
muchas veces a través de tópicos más frecuentes en el imaginario yankee que en el mundo hispano. En las
películas norteamericanas son habituales los bailes a los que unas y otros se
pelean por asistir con la pareja perfecta; y también esos inmensos campus
universitarios llenos de zonas verdes, en los que apenas unos metros separan la
habitación compartida de dos estudiantes del aula donde se imparte geografía o
biología.
El filme está ambientado en un mundo en el que no existen
los smartphones ni las redes sociales, pero es fácil reconocer en él la
ansiedad que nos provoca el desfile de las apariencias y la necesidad de
proyectar sobre los demás una imagen de felicidad constante. Allí está también
representada la diversidad a través de personajes de diferente origen étnico,
capacidad física y orientación sexual. Pero donde más sombría (y con más
resonancia sobre la actualidad) se muestra la película es en la amenaza que se
cierne sobre un colectivo que empieza a ser silenciado, perseguido y
represaliado: los animales, seres con lenguaje y sabiduría que se convierten en
chivo expiatorio de los problemas de una sociedad que asiste al avance del
totalitarismo. El profesor Dillamond, una cabra que imparte historia en la
universidad y reivindica la necesidad de la memoria para no
reproducir en el futuro los errores del pasado, es retirado violentamente de la
enseñanza. En su lugar es nombrado un sustituto que defiende la depuración
étnica como preámbulo a un nuevo orden social. La asociación con nuestra
realidad parece clara.
El 2024 ha
estado caracterizado por un gran avance del pensamiento reaccionario y por el
estallido o la cronificación de conflictos derivados de él. Aunque no el único,
uno de los más sangrantes es el genocidio del pueblo palestino perpetrado por
el Estado de Israel, que continúa y no tiene visos de detenerse. Otra sangría,
más silenciosa pero constante, es la de miles de personas que tratan de llegar
a nuestras costas buscando un futuro mejor. Ayer publicaba El Salto que una media de treinta al día (más de 10.000 a lo largo de
todo el año) han muerto tratando de cruzar nuestras fronteras, en una Europa en
la que las políticas migratorias, «lejos de centrarse en las personas y en sus
derechos», se vuelven «cada vez más securitistas, restrictivas y
militarizadas». Estas políticas encuentran un terreno muy fértil en la difusión
en nuestros ambientes —físicos y virtuales— de idearios que enarbolan el
rechazo a la diferencia, vista como una amenaza.
Pero como ocurre en la fábula de Wicked, el individualismo no es la única respuesta. Incluso el chico popular que enamora a las dos protagonistas, el superficial Fiyero («¿Siempre vas por la vida así, cabalgando sin cuidado y pisoteando todo a tu paso?») se deja interpelar por la injusticia y reacciona ante el clima de creciente supresión de libertades que avanza en el mundo de Oz. Desde dentro y fuera de la Iglesia distintas iniciativas y plataformas tratan de paliar la insuficiente respuesta de las administraciones a la situación de quienes llegan a nuestras ciudades tras una travesía por el mediterráneo o el Atlántico.
Por otro lado, el
movimiento de las acampadas a favor del pueblo palestino ha sido, quizá, el más
esperanzado despertar de un activismo político en las generaciones más jóvenes.
Cada siete u ocho años un movimiento más o menos multitudinario ayuda a generar
conciencia política y social en la juventud. Ocurrió con el 15M, con los Fridays for future, la huelga feminista
del 2018 y, ahora, con la reacción ante el exterminio en Gaza.
En esta ocasión no parece que el alcance del movimiento haya sido multitudinario y duradero. Hace unos días compartía con una amiga nuestras impresiones acerca de la Generación Z, la de aquellas personas nacidas a finales de la década de 1990 y a comienzos de los 2000, a las que he tenido oportunidad de dar clases en la Universidad Complutense durante los últimos cuatro años. A menudo se tilda a la gente que se mueve en esta franja como «de cristal» y se critica su poca capacidad de sacrificio y la adicción a las redes que hace de sus miembros gente acomodada e individualista. Durante los meses de surgimiento del movimiento pro-Palestina eché en falta una mayor sensibilización e implicación tanto del alumnado como del resto de investigadoras e investigadores en formación de mi entorno. Sin embargo, la juventud que tenemos delante es, quizá, la que cuenta con mayor capacidad para abrazar la diversidad. Hay una búsqueda de autenticidad, de libertad y de identidad que aflora en cada una de las conversaciones tanto académicas como personales que he podido tener con ellas y ellos.
No
es poco: posiblemente ser capaz de mirar y reconocer la verdad del
otro es el requisito indispensable para no dejarse llevar por el ruido y la
desinformación y el paso previo para tomar partido ante los dolores de nuestro
mundo. Es una sensibilidad que debemos aprovechar; sobre todo, quienes tenemos la tarea de
dar herramientas para enseñar a volar y mantenemos vivo el deseo de aprender a
hacerlo, por muy sombrío que siga siendo el mundo que se abre ante nosotros en el año por estrenar.
Feliz
2025.
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