lunes, 29 de diciembre de 2014

Posmodernidad






Despierto cada mañana. Abro las ventanas virtuales de la posmodernidad para pasearme por los balcones de felicidad ajena, espejos donde busco el brillo de mi propio reflejo, alimentando a Narciso regando mi lista de contactos VIP, abrillantando el encuadre de las instantáneas que ilustran cada uno de los puntos del itinerario vital perfectamente trazado y envuelto en papel de plata para uso, disfrute y envidia de la galería. La vida se comparte,  se multiplica exponencialmente en los escaparates de la red social donde agoniza la sabiduría encorsetada en píldoras, en cápsulas inconexas, en sentencias fragmentarias que calman la ansiedad de la rutina sin saciar la avidez profunda de trascendencia que atora las pasiones de las mujeres y los hombres. He sucumbido ante todas estas nuevas formas de comunicación líquida, ante la dictadura de los ciento cincuenta caracteres y la seducción del culto a mi  imagen




y sin embargo


aún me sorprende, silencioso, el declive de la tarde en los parques

en el instante de la mágica

revelación del verso

que duerme en los anaqueles esperando

el hallazgo fortuito

que acontece siempre por primera vez

en cada biografía

en cada mano

en cada boca.


Somos la revolución de la belleza.

Somos hijos de otro tiempo.

Nuestro sigue siendo el amor de Dido,  la Arcadia y el mar de Ulises.


Nuestra patria son los ocasos y los sueños.








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