Uno de los clásicos que me
ha llegado más al corazón en los últimos tiempos, por la belleza de sus
imágenes, por su fuerza emocional y por la vigencia de los temas que trata es ¡Qué verde era mi
valle! (1941). John Ford inmortalizó el
recuerdo de la Irlanda de sus antepasados —la película se rodó íntegramente en los Estados
Unidos— narrando la gesta de los Morgan, una familia del sur de Gales formada
por un matrimonio con seis hijos y una hija (Maureen O´Hara) que viven y
trabajan en un valle minero. El valle es un gigante que deslumbra con la
majestuosidad del paisaje y devora con la rutina de un trabajo extenuante que
se cobra periódicamente vidas humanas.
La
película cuenta con enorme poesía el nacimiento del movimiento sindical a través
del prisma de esta familia humilde, en la que el conflicto se desata cuando los
hijos deciden apoyar las reivindicaciones obreras y adherirse a una huelga ante
la bajada de salarios decretada por el dueño de la mina. Mientras tanto, el
padre mira con ojos preocupantes las simpatías crecientes de su prole hacia las
nuevas ideas políticas que hablan del salario digno y los derechos de los
trabajadores… Aunque la familia responde a un modelo absolutamente patriarcal,
las mujeres (madre e hija) ejercen un rol decisivo en la historia.
Pero el
personaje más fascinante es el único representante de Dios y de la religión en
medio de este contexto rural y proletario: el pastor Gruffydd (Walter Pidgeon).
Gruffydd, recién llegado al valle para administrar servicios religiosos en la
pequeña capilla, se hace notar rápidamente por una personalidad y un carisma que
no dejan indiferentes a nadie: habla con sencillez de Dios desde los asuntos
que preocupan a los hombres y mujeres del valle. Su mirada soñadora y esperanzada
es capaz de movilizar las fuerzas de los más débiles.
«Puedes andar», le dice al benjamín de la familia, el pequeño Huw, en su primer paseo al campo tras haber quedado postrado en cama durante meses como consecuencia de un accidente. «Concentra tu pensamiento en cosas que sean sólidas; de ese modo tu plegaria tendrá fuerza». El estilo de vida austero, la libertad y el pensamiento crítico de Gruffydd también despiertan la admiración de la hija de los Morgan, Angharad, lo que da pie a que el vínculo entre ellos crezca cada vez más…
Pero es
en una comida con los mineros cuando el sacerdote se ve obligado a tomar
postura públicamente. Allí le piden su opinión acerca de la lucha obrera y el
sindicato, que están generando división en el ambiente. «Formen su sindicato,
lo necesitan. Solos son débiles, unidos serán fuertes», dice Gruffydd. Uno de
los feligreses, indignado, le recrimina que se está olvidando de su posición en
la vida: «su misión es espiritual». Gruffydd responde que su misión es
«combatir todo aquello que se interponga entre el hombre y el espíritu de Dios»,
a lo que el otro replica acusándole de haber «predicado el socialismo».
Para el año en que se realizó la película, 1941, acusar a los religiosos de desviarse de su misión al abordar los derechos laborales y la justicia social no era nuevo. Hace unos años me contaba Ignacio María, un cura amigo, que cuando el papa León xiii promulgó su famosa encíclica Rerum Novarum en 1891, un grupo de fieles de Madrid empezó a reunirse asiduamente en la iglesia de San José (calle Alcalá) para rezar por la conversión del Papa. Pensaban que al pontífice —que, por primera vez, hablaba desde esa posición de la situación de los obreros, de la acumulación de la riqueza de unos pocos y del aumento de la pobreza de unos muchos— se le había ido la cabeza, vaya. Probablemente no eran malas personas, sino creyentes bienintencionados que pensaban, como el de la película de Ford, que la Iglesia tenía que hablar de otras cosas y dedicarse a otros menesteres. Vista con los ojos de hoy, y después de los encendidos ataques que recibió el papa Francisco desde su propio club, la iniciativa de aquel grupito de San José a finales del siglo xix parece inofensiva y hasta ingenua.
Cuando, hace poco más de una semana, el cardenal Robert Prevost anunció que elegía el nombre de León xiv como nuevo Papa de la Iglesia católica, muchos pensamos rápidamente en la vinculación con aquel pionero de la Doctrina Social de la Iglesia, que empezaba a andar a poco de estrenarse el convulso siglo xx. Prevost, que en esas imágenes inaugurales nos cautivó a muchos por la humanidad de su sonrisa y su gesto visiblemente emocionado, se encargó de explicarlo unos días después. Su decisión estuvo motivada por el reto de la Iglesia de responder «a otra revolución industrial y a los desarrollos de la Inteligencia Artificial, que comportan nuevos desafíos en la defensa de la dignidad humana, de la justicia y el trabajo».
No es
poco. El mundo actual, donde parece que tenemos de todo y podemos llegar a
todos los sitios, atraviesa un invierno marcado por conflictos bélicos crónicos
y crisis humanitarias endémicas. La proliferación del ruido, la estridencia y
la desinformación cotizan al alza: nadie parece ponerles coto y encuentran sus
propios valedores en líderes mundiales de alto respaldo como Donald Trump o
Javier Milei. El desarrollo de la Inteligencia Artificial y la generalización
del uso de las redes sociales no se están orientando a formar sociedades
críticas, con más recursos para estar informadas de lo que pasa en otras
regiones y con sensibilidad para hacer de los sufrimientos ajenos las causas
propias.
A la
muerte del papa Francisco, que mantuvo hasta el último momento su reclamo enérgico
del fin del genocidio del pueblo palestino, se unió hace unos días la partida
de José Mújica. El expresidente uruguayo también fue referente e inspiración
por su modo de vivir sencillo y desprendido. En sus últimas intervenciones
públicas siguió abogando por una humanidad que no se doblegue a los intereses
económicos y que ponga en el centro a los más sacudidos por el sistema.
Agotadas y enfermas, las voces de uno y de otro no dejaron de movilizarnos y de
alimentar el sueño de otro mundo posible cuando ya estaban a punto de
extinguirse.
Esperemos que «la paz desarmante y desarmada» con la que se presentó al mundo León xiv sea el anuncio de un camino comprometido con el rumbo que marcó su predecesor; y que este vaya aún más lejos en la transformación de la institución que dirige para que sea faro y lumbre en medio de este invierno del mundo marcado, una vez más, por la barbarie y el genocidio.