Quise
viajar, como Verne, a aquellas grutas
señaladas
por cartógrafos y ascetas,
por
expertos en la alquimia de los astros,
buscadores
de oro en las estrellas.
Me
atreví a soñarte estática e inerme,
como
estudio de proporciones aritméticas,
y
Méliès, prestidigitador de luz y sombras,
primer
ilusionista de la cámara,
te
me mostró lasciva, viva, orgánica.
Un
cohete estrellado sin retorno
te
cegaba y aquel gesto conmovido
inauguraba
las luces de este arte,
levantaba
el telón del nuevo siglo.
Violada
por nube en tránsito, Buñuel,
en
delirio surrealista y opresivo,
vio
en tu efigie de hembra atravesada
la
navaja sajando un ojo vivo.
Y
fuiste luna, luna trágica y sangrienta,
heredera
de la pena y el olvido
de
un pueblo marcado por su estampa
de
luto y de pasión. Locura y sino.
Fuiste
lúbrica mujer de pecho abierto.
Fuiste
muerte. Bronce y sueño, Federico.
Pastoreo
de lunas en noches de cielo inmenso.
Miguel
se hace perito al contemplarte
y
se derraman, hilo a hilo, blancos versos,
que
alimentan pronósticos de sangre.
En
pantalla tu influjo fascinante
concitaba
cuerpos en los cementerios,
los
despertaba de letargos centenarios,
retiraba
a los cadáveres su velo:
geografía
mítica de terrores infantiles,
oscuro
imaginario de mis sueños.
Luego
quise surcar el cielo hasta alcanzarte
viajando
en bicicleta, como Elliot
en
la patria primera de la infancia,
donde la vida se escurría entre los juegos.
Y
me perdí por nuevas rutas persiguiendo
la
estela de Fellini, su universo
de
payasos, locos, putas, musas, genios
y
en su crepúsculo escuché tu voz desnuda
que hizo de mí esta suerte de incurable
lunático
del arte y de los versos.
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