Conchita duerme en la calle, en el centro de Madrid. Es una de esas personas que Esperanza Aguirre considera que gozan de “muy buen vivir” y que hay que sacar de los espacios públicos del centro de la ciudad porque “ahuyentan a los turistas”.
“La ética contra la estética”, advierte Cáritas. Los obispos españoles, reunidos en asamblea, reconocen que “ha sido el comportamiento irracional o inmoral de los individuos o de las instituciones la causa principal de la situación económica actual” y piden “perdón por los momentos en que no hemos sabido responder con prontitud a los clamores de los más frágiles y necesitados”.
La de Conchita es una más, una de esas historias periféricas, de esas vidas a la intemperie que aguantan la erosión de las horas sin gastar tinta en los titulares de prensa.
Madrid exhibe el ecléctico rostro del éxito y el fracaso bailando en la misma escena: proyectos de vida rotos que deambulan en mareas anónimas y silenciosas, itinerarios cotidianos detenidos por la irrupción del paro, del exilio o el abandono.
Acercarse a estos espacios es pisar terrenos sagrados, como ocurre siempre que nos asomamos con mirada descubierta y pies descalzos a los asuntos de la vida.
La oportunidad para conocer estas realidades que forman parte del paisaje urbano de la capital me vino de la mano de Sole, compañera de mi grupo de la JEC, amiga humanista y periodista de fuertes inquietudes intelectuales y sociales que anda embarcada en un ilusionante proyecto de periodismo alternativo, Utoperiodismo (http://www.utoperiodismo.com/).
A través de ella tomé contacto con la comunidad de Sant Egidio, un colectivo de personas laicas pertenecientes a la Iglesia Católica que buscan, desde el seguimiento radical de Jesús de Nazaret, la justicia social y la solidaridad con los más pobres.
Intervienen en la mediación de conflictos internacionales en diversos países y en Madrid organizan una ruta periódica cada miércoles y viernes. Tras reunirse para meditar el Evangelio a la luz de los acontecimientos mundiales más sangrantes que ponen en la primera línea los rostros de la pobreza, la opresión y la desigualdad, visitan diversos puntos del centro de Madrid en los que reparten comida a personas que duermen en la calle.
No se trata de asistir, sino de estar, de llamar a la persona por su nombre y acompañarla en sus situaciones, a veces de paso, a veces dilatadas por tiempos indefinidos que las hacen crónicas e irreversibles. Mosaicos de historias que traslucen anécdotas de derrotas y alegrías compartidas. Aterrizajes en realidades cercanas con nombres y apellidos, contacto necesario que humaniza y solidifica el sentido de las luchas que otros intentamos entablar en el ámbito social, político y eclesial.
Conchita duerme en la calle. Organiza su espacio vital, su residencia particular, en torno a un banco de un parque del centro de Madrid, cubierto de plásticos y mantas. En medio de este campamento improvisado, busca y rebusca y saca alguna cacerola con comida de hace algunos días que nos ofrece. Enciende su radio. A veces habla sola, canta y baila. La gente pasa, los muchachos beben alcohol y conversan unos bancos más abajo.
El otro día, Conchita se extrañó al no reconocerme entre los voluntarios habituales que asisten a las rutas nocturnas de los viernes y me preguntó quién era y qué estudiaba. Yo le dije que lo mío era la música, pero no la música que suena continuamente en su radio y que exhibe en sus camisetas negras heavy metal, sino la música “clásica”.
Ella se entusiasmó y me dijo que le encanta Liszt, que a través de su radio escucha a Haendel, a Wagner, a Albinoni y los Conciertos de Brandemburgo de Bach.
Yo recordé Días de Radio, de Woody Allen, aquella película de instantáneas nostálgicas de la Nueva York de los años 40. Historias de personas trabajadoras, familias luchadoras y personajes en sepia que, en la rutina y la dificultad de cada día, se reunían en torno a la radio, que se convertía en un elemento dinamizador de sus vidas, en una verdadera ventana al mundo.
Y me pregunté, de nuevo, ¿para qué sirve la música? ¿para acompañarnos? ¿para curarnos? ¿para educarnos? ¿para hacernos pensar?
La respuesta, Claude Debussy en 1900:
“No es necesario que la música haga pensar a las personas...sería suficiente con que las hiciera escuchar”.
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