En la fiesta
de San Isidro, el parque del Retiro se llena de gente. Madrid está empapelada
con carteles y colores de campaña electoral para las elecciones del 24 de mayo.
A la entrada del Retiro hay un puesto de Ciudadanos que
intenta captar, sin demasiado éxito, la atención de las personas que se
adentran en el parque. La gente coge, a pesar de ello, globos y banderitas naranjas para los niños y niñas, que llenan de colores el tránsito
por los caminos y la hierba en la tarde soleada. Escucho una música
conocida. Una violinista toca para los transeúntes en un rincón. Es buena. La Chacona de la Segunda Partita de Bach. La gente pasa, aunque algunos advierten
la calidad del espectáculo que acontece y se paran por segundos. Yo me
siento enfrente de ella a abstraerme y observar. Su presencia tiene solidez y
energía. Por su estatura y el brillo dorado de su melena debe de ser de Europa
del este. La técnica es impecable. Un hombre de unos setenta años pasa. De su
mano, un ángel con cuerpo de criatura, una niña eterna vestida de inocencia que
gime con sonidos primarios y golpea su cabeza con violencia e insistencia. El
padre la sostiene con fuerza y la mira con ternura. Se acerca a la violinista y
se detiene para escuchar. Ella mantiene su concentración en la interpretación.
Escucho. La chacona de Bach. Ese re menor me habla de pasión desgarrada y
entregada. La música dice lo que dice, dice mi profesor de cámara.
No hay nada concreto, es un lenguaje abstracto y, sin embargo, hay énfasis,
discurso y elocuencia expresiva, el sustrato para nuestra propia narrativa. La
niña se lanza al suelo, grita y araña el aire y su propio cuerpo. El padre la
levanta, la mira con cansancio y la acerca a la música. En la mano lleva una banderita
de campaña electoral y en el rostro lleva la cicatriz del tiempo y la derrota.
La gente pasa. Cierro los ojos y observo. La vida que se entrega y se desgarra. La música dice lo que dice,
dice mi profesor de cámara. La
retórica, que decían los barrocos. Termina la obra. Re menor. Creo que a
ese padre le ha dicho algo del amor y de la muerte.
domingo, 17 de mayo de 2015
viernes, 8 de mayo de 2015
garissa
la letra ya no
entra con sangre en las aulas de garissa
los libros están
cerrados
hay un silencio en
descomposición y una lluvia de cristales muerde la tierra
una niña copia con
pulso tembloroso unos versos del corán
y firma su sentencia de muerte
hoy es jueves santo
y no se habla de trigonometría ni de aritmética ni de lingüística ni de álgebra
en la universidad
de garissa
músicas ajenas
llaman a la oración desde un desierto rojo
pero las niñas ya
no rezan las niñas ya solo
sueñan sueños de
papel abrazando la tierra
porque han cosido
sus labios con la palabra de dios
no hay exámenes
pero los versos se desangran en las bibliotecas
los corazones se
pudren en los laboratorios
los altares se
desploman en los templos
ciento cuarenta y
siete flores crecen hacia el interior de la tierra
porque una lluvia
de metales negros ha tatuado la palabra de dios sobre sus cuerpos
hoy no se habla de
trigonometría ni de aritmética ni de lingüística ni de álgebra
en la universidad
de garissa
es jueves santo y
han fusilado a cristo sentado en un pupitre
martes, 5 de mayo de 2015
La radio de Conchita

“La ética contra la estética”, advierte Cáritas. Los obispos españoles, reunidos en asamblea, reconocen que “ha sido el comportamiento irracional o inmoral de los individuos o de las instituciones la causa principal de la situación económica actual” y piden “perdón por los momentos en que no hemos sabido responder con prontitud a los clamores de los más frágiles y necesitados”.
La de Conchita es una más, una de esas historias periféricas, de esas vidas a la intemperie que aguantan la erosión de las horas sin gastar tinta en los titulares de prensa.
Madrid exhibe el ecléctico rostro del éxito y el fracaso bailando en la misma escena: proyectos de vida rotos que deambulan en mareas anónimas y silenciosas, itinerarios cotidianos detenidos por la irrupción del paro, del exilio o el abandono.
Acercarse a estos espacios es pisar terrenos sagrados, como ocurre siempre que nos asomamos con mirada descubierta y pies descalzos a los asuntos de la vida.
La oportunidad para conocer estas realidades que forman parte del paisaje urbano de la capital me vino de la mano de Sole, compañera de mi grupo de la JEC, amiga humanista y periodista de fuertes inquietudes intelectuales y sociales que anda embarcada en un ilusionante proyecto de periodismo alternativo, Utoperiodismo (http://www.utoperiodismo.com/).
A través de ella tomé contacto con la comunidad de Sant Egidio, un colectivo de personas laicas pertenecientes a la Iglesia Católica que buscan, desde el seguimiento radical de Jesús de Nazaret, la justicia social y la solidaridad con los más pobres.
Intervienen en la mediación de conflictos internacionales en diversos países y en Madrid organizan una ruta periódica cada miércoles y viernes. Tras reunirse para meditar el Evangelio a la luz de los acontecimientos mundiales más sangrantes que ponen en la primera línea los rostros de la pobreza, la opresión y la desigualdad, visitan diversos puntos del centro de Madrid en los que reparten comida a personas que duermen en la calle.
No se trata de asistir, sino de estar, de llamar a la persona por su nombre y acompañarla en sus situaciones, a veces de paso, a veces dilatadas por tiempos indefinidos que las hacen crónicas e irreversibles. Mosaicos de historias que traslucen anécdotas de derrotas y alegrías compartidas. Aterrizajes en realidades cercanas con nombres y apellidos, contacto necesario que humaniza y solidifica el sentido de las luchas que otros intentamos entablar en el ámbito social, político y eclesial.
Conchita duerme en la calle. Organiza su espacio vital, su residencia particular, en torno a un banco de un parque del centro de Madrid, cubierto de plásticos y mantas. En medio de este campamento improvisado, busca y rebusca y saca alguna cacerola con comida de hace algunos días que nos ofrece. Enciende su radio. A veces habla sola, canta y baila. La gente pasa, los muchachos beben alcohol y conversan unos bancos más abajo.
El otro día, Conchita se extrañó al no reconocerme entre los voluntarios habituales que asisten a las rutas nocturnas de los viernes y me preguntó quién era y qué estudiaba. Yo le dije que lo mío era la música, pero no la música que suena continuamente en su radio y que exhibe en sus camisetas negras heavy metal, sino la música “clásica”.
Ella se entusiasmó y me dijo que le encanta Liszt, que a través de su radio escucha a Haendel, a Wagner, a Albinoni y los Conciertos de Brandemburgo de Bach.

Y me pregunté, de nuevo, ¿para qué sirve la música? ¿para acompañarnos? ¿para curarnos? ¿para educarnos? ¿para hacernos pensar?
La respuesta, Claude Debussy en 1900:
“No es necesario que la música haga pensar a las personas...sería suficiente con que las hiciera escuchar”.
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