Despierto cada mañana. Abro las ventanas virtuales
de la posmodernidad para pasearme por los balcones de felicidad ajena, espejos
donde busco el brillo de mi propio reflejo, alimentando a Narciso regando mi
lista de contactos VIP, abrillantando el encuadre de las instantáneas que
ilustran cada uno de los puntos del itinerario vital perfectamente trazado y
envuelto en papel de plata para uso, disfrute y envidia de la galería. La vida
se comparte, se multiplica
exponencialmente en los escaparates de la red social donde agoniza la sabiduría
encorsetada en píldoras, en cápsulas inconexas, en sentencias fragmentarias que
calman la ansiedad de la rutina sin saciar la avidez profunda de trascendencia
que atora las pasiones de las mujeres y los hombres. He sucumbido ante todas
estas nuevas formas de comunicación líquida, ante la dictadura de los ciento
cincuenta caracteres y la seducción del culto a mi imagen
y sin embargo
aún me sorprende, silencioso, el declive de la tarde
en los parques
en el instante de la mágica
revelación del verso
que duerme en los anaqueles esperando
el hallazgo fortuito
que acontece siempre por primera vez
en cada biografía
en cada mano
en cada boca.
Somos la revolución de la belleza.
Somos hijos de otro tiempo.
Nuestro sigue siendo el amor de Dido, la Arcadia y el mar de Ulises.
Nuestra patria son los ocasos y los sueños.
precioso
ResponderEliminarMagnífico
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