Calle Alfonso XI, descenso por Calle de Alcalá, Plaza de Cibeles y Paseo del Prado hasta Atocha. En la ruta diaria por el centro
de Madrid se suceden los destinos cruzados, los ritmos acelerados, la rutina vertiginosa de lo cotidiano.
En el camino, los
pensamientos fluyen y confluyen. A la salida de la sede del movimiento de la
Juventud Estudiante Católica, la cabeza cargada de fechas, de agendas marcadas
con citas importantes, encuentros, llamadas pendientes, informes, cartas, peticiones,
reflexiones, el bullicio de la vida entregada y el compromiso, la necesidad de
acompañamiento y el regusto sosegado de la lectura creyente de cada
acontecimiento.
A medida que me alejo, me sumerjo en lo próximo que toca
afrontar, me traslado a la Europa de los siglos XVII y XVIII, a ese universo
Barroco de emergencia de una nueva estética musical, a la expresión pasional de
los afectos a través del sonido. Voy planeando por la música escrita en esa
grafía tan humana que hace sentir el aliento y el pulso del arte gestado hace
trescientos años. Me dirijo al Real Conservatorio Superior de Música de Madrid
para asistir a las clases de clave y música antigua, aparcando, por un momento,
el trasiego de la misión apostólica en el mundo juvenil en que estoy inmerso
desde el Equipo Permanente de la JEC.
Este recorrido diario representa, en cierto modo, la
dialéctica de mi vida en la capital, de los dos proyectos que ocupan esta nueva
etapa vital.
Es el itinerario que transcurre por el Paseo del Prado, un trazado
donde uno encuentra diariamente una galería de personajes en su ubicación fija,
con una expresión corporal y ademán postrado que observan al viandante con
voluntad suplicante.
No son la servidumbre de la corte de Felipe IV inmortalizada por Velázquez. Son estampas vivientes de nuestro tiempo, son los olvidados de siempre, los Bartimeos del siglo XXI que habitan las esquinas y los bordes de los caminos, pidiendo limosna y compasión a los espectadores silentes del drama, a los que no nos dejamos interpelar ni nos salimos de la dirección trazada por la corriente de cada día.
No son la servidumbre de la corte de Felipe IV inmortalizada por Velázquez. Son estampas vivientes de nuestro tiempo, son los olvidados de siempre, los Bartimeos del siglo XXI que habitan las esquinas y los bordes de los caminos, pidiendo limosna y compasión a los espectadores silentes del drama, a los que no nos dejamos interpelar ni nos salimos de la dirección trazada por la corriente de cada día.
Ellos están ahí desde antes de que pasemos, a la
vuelta seguirán estando y permanecerán cuando a nosotros la vida nos lleve por
otras sendas. Siempre tuvieron el nombre de la exclusión y el anonimato, aunque
hoy se presentan bajo la forma de la inmigración, el desempleo, la vejez o el
olvido.
Yo, como el resto, continúo por el camino previsto
sin interrumpir la marcha, pero la escena me remueve interiormente y reflexiono,
en ese discurrir geográfico entre los dos centros de mi actividad cotidiana y
el discurrir mental entre mis dos proyectos, cómo uno y otro podrían servir
para tener, en el centro, a esos desterrados que claman inmóviles. Cómo el
mundo asociativo puede permitirnos edificar estructuras fraternas que promuevan
la justicia y la apuesta por los débiles y cómo la música, el arte, nos puede
hacer más sensibles a las realidades del mundo, dando expresión a nuestros
sentimientos más profundos y primigenios.
Pienso en lo que me traigo entre manos, en las
campañas que los militantes de la JEC lanzarán como una bomba hacia las
conciencias de los jóvenes estudiantes en las próximas semanas: ¿Sigues la corriente o piensas diferente?, sobre
la necesidad de ser auténticos y críticos en las aulas de los institutos; ¿Estudiar? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Para quién?
sobre el debate entre un estudio mercantilizado y pragmático o un estudio
vocacional y con sentido, que tenga en el horizonte final la apuesta social y
comunitaria y no la seguridad individual. Y, finalmente, Juventud ¿Empleada o empeñada?, en torno a la sangría del desempleo
juvenil y la precariedad laboral, a los deseos de tantas y tantos jóvenes de hoy de ser
dueños y protagonistas de su futuro.
Me vienen a la cabeza, también, las recientes
palabras de Jordi Savall, una de las figuras más importantes en la difusión y
recuperación de la música antigua, que, en su renuncia al Premio Nacional de Música,
califica este arte como “fuerza y lenguaje
de civilización y de convivencia.”
Quizá, si voy encauzando este camino, pueda atravesar
nuevamente el Paseo del Prado sin vapulear la conciencia de mero espectador
pasivo y sentirme parte de ese cambio del que la realidad nos llama a ser
protagonistas a los que estamos convencidos de que entre creer
y crear solo dista una pequeña e
insignificante letra.
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