La
distopía es una ficción literaria o cinematográfica que proyecta la mirada
desalentadora de un futuro apocalíptico caracterizado por la supremacía de las
máquinas y la tecnología frente al sometimiento y esclavitud de la humanidad,
el advenimiento de oscuros regímenes totalitarios o la contaminación de la
naturaleza en un escenario desolado y desesperanzado para el hombre.
1984, Un mundo feliz
o Blade Runner son algunos de los
títulos más conocidos que han desarrollado estos inquietantes relatos de un
mañana decadente y degenerado.
Hace
algunos años, antes de descubrir el amor por la literatura clásica, devoraba con pasión los
betsellers de Stephen King (muchos de ellos llevados con mayor o menor fortuna
a las pantallas de cine) que alimentaban en mi toda la fascinación por el terror clásico en el que me había sumergido años atrás el maestro Edgar Allan
Poe.
Uno
de los libros que cayó en mis manos fue El
Fugitivo, novela que responde a este esquema de la distopía.
A
pesar de ser una narración mucho más corta que los grandes éxitos del
autor como El resplandor o It, me
llamó poderosamente la atención su visión de una sociedad en una profunda
crisis económica y moral donde la necesidad y el hambre hacían estragos en una
gran parte de la población y esto
motivaba la aparición de una serie de concursos televisivos que, sin ningún
escrúpulo, aprovechaban los dramas individuales para ofrecer un macabro
entretenimiento al que las personas, despojadas de su dignidad, acudían como un
último recurso.
Así,
en el programa Caminando hacia los
billetes, una serie de enfermos cardíacos previamente seleccionados
contestaban a preguntas mientras corrían sobre una cinta transportadora que
aumentaba la velocidad a medida que se acumulaban los fallos.
En
cambio, el programa de más éxito era El
fugitivo, una emisión en la que el protagonista, seleccionado entre muchos
aspirantes tras unas duras pruebas, se enfrentaba al reto de sobrevivir a una
persecución por parte de los cazadores y de toda la sociedad.
Ante una situación de desesperación total, el individuo recurría a este concurso en el que por cada hora que se hallase en paradero desconocido, se les pagarían 100 dólares a su mujer y a su hija.
Ante una situación de desesperación total, el individuo recurría a este concurso en el que por cada hora que se hallase en paradero desconocido, se les pagarían 100 dólares a su mujer y a su hija.
Si
no lo capturaban en un mes, ganaría el concurso y si caía en manos de sus perseguidores , moriría,
aunque el dinero acumulado iría a parar
a las manos de su familia, que atravesaba una precaria situación económica.
A
la luz de esta lectura juvenil he
reflexionado muchas veces sobre el papel
de algunos programas de televisión y sobre el tratamiento de la persona y su
dignidad, muchas veces relegado a un segundo plano frente al entretenimiento
morboso y circense.
Recuerdo ese denigrante espectáculo que era el Juego de tu vida, un espacio en el que
los concursantes sacaban a la luz y sometían a la prueba del polígrafo los
detalles más escabrosos de su intimidad e
iban ganando más dinero cuando subían una escala creciente de morbosidad en las
preguntas.
Casos
reales o comedia nacional, el programa sacudía la dignidad y el respeto a la
persona a golpe de billetes y carnaza televisiva.
En
otro plano completamente distinto, me detenía , hablando con mis amigos hace
unos días, en el programa de Televisión Española Entre todos. Había escuchado hablar de él pero no lo había visto
hasta la semana pasada.
No
dudo de las buenas intenciones de nadie pero creo que no vale todo y proyectar en
primer plano las imágenes de personas asfixiadas por su situación
económica contando, entre lágrimas, su realidad y apelar a la compasión y la lástima de los espectadores para que llamen
y les socorran no me parece la manera más adecuada de ayudar a los que peor lo
están pasando.
En
medio de uno de los últimos programas, unos estudiantes de Trabajo Social
llamaron para denunciar que este modo de derivar la pobreza a la beneficencia es desmontar
el Estado del Bienestar y que es tarea de todo gobierno preocuparse de cubrir unos servicios básicos para que estas situaciones no se den.
Se
trata, al final, deliberadamente o no, de un acto paternalista en el que unos se
sitúan en una posición privilegiada tendiendo la mano a los que están al borde
del precipicio y esto , desde luego, no es atajar las causas estructurales que
generan injusticia y pobreza.
Y señalar al pobre, poniéndolo delante de los
focos suplicando ayuda, probablemente tampoco sea acercarse a él como un igual
y reconocer su dignidad.
Muy
diferente me parece la labor de los que, además de darle de comer al que siente
necesidad inmediata, luchan contra la injusticia que alimenta la pobreza desde
todos los frentes y siguen desafiando la etimología ("lugar que no existe") de la palabra utopía.
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