Como
es habitual en los niños de su edad, Veda suele quedarse ensimismada jugando
con el desayuno antes de ir al colegio. Su padre, de pie y listo para empezar
la jornada laboral, extiende la mano para prepararse las tostadas ante una de
esas mesas de cocina norteamericana en las que no falta de nada a primera hora
de la mañana.
-Papá,
no quiero preocuparte, pero mi pecho izquierdo se está desarrollando más
rápidamente que el derecho. Eso significa una cosa: cáncer. Voy a morir.
Así
arranca My chica (Howard Zieff, 1991);
en apariencia, una de esas producciones concebidas para explotar el estrellato
precoz de Macaulay Culkin –el niño travieso de Solo en casa– y condenadas a las parrillas de sobremesa de los
sábados. Nada más lejos de la realidad. La película es una reflexión preciosa,
dura y, a la vez, llena de ternura, sobre la muerte desde los ojos de la
infancia.
El fantasma de la culpa planea sobre Veda
desde que su madre no superara las complicaciones del parto, pero la muerte
forma parte del paisaje cotidiano de su vida. Su padre es el gerente de una
funeraria instalada en el domicilio familiar y Veda se obsesiona cada día con
las causas del fallecimiento de los clientes que llegan. Continuamente acude al
médico desesperada asegurándole que tiene un hueso de pollo atravesado en la
garganta o que padece preocupantes dolores de próstata.
Quizá la imagen más desoladora de la película, por traernos de manera palpable a esa experiencia, es aquella en la que Veda contempla desde los barrotes de la escalera de casa el funeral de su amigo. Mientras tanto vemos en segundo plano a su abuela, una mujer muy mayor, cuya memoria marchitada hace tiempo que la ha alejado de este mundo. Es la incomprensión que sentimos cuando personas jóvenes y llenas de vida parten de forma inesperada mientras las sobreviven otras, en un lento proceso de apagarse y con un gran camino recorrido.
Como le ocurría a Veda, la muerte se
acomoda en nuestro escenario y nos preguntamos por ella. La pregunta ante la
muerte forma parte de la pregunta sobre la vida. Recuerdo que hace varios años
compartí una jornada de retiro con un grupo de personas –diversas en edad,
procedencia y situación vital– que no nos conocíamos previamente. Era un sábado
santo, ese día en el que los cristianos reflexionamos sobre el silencio e
incomprensión que suceden a la pérdida, y se nos llamaba a compartir
experiencias de muerte en nuestro entorno. Me llamó la atención la culpa tan
poderosa que taladraba a una chica a raíz de la muerte de un familiar, al que sentía
que no había correspondido con el mismo cariño que había tenido
durante toda la vida con ella. Esa experiencia le había convertido en una
persona mucho más generosa con la expresión de sus afectos, pero la
imposibilidad de ofrecerlos a quien se la transmitió la llenaba de
remordimientos.
“A las personas no las enterramos; las sembramos para que den fruto”.
Paradójicamente, las personas que más nos enseñan no suelen ser las que se benefician de nuestro aprendizaje. Quienes más generosamente siembran en nosotros no recogen los frutos de la semilla que depositaron. Cuesta entender esta lógica, quizá porque no encaja con el sistema que delimita las coordenadas en que nos movemos: cada cual está llamado a ganar de acuerdo a lo que “produce” e invertir en aquello o aquellos que le reporten. No se nos educa para entregar a fondo perdido.
El
hilo fino que nos vincula a los que se fueron guarda poca relación con eso. Tiene
más que ver con esa esa generosidad que nos mueve a cuidar la Tierra teniendo
en cuenta a los que vendrán; con las decisiones de consumo que de vez en cuando
tomamos pensando en el sostenimiento de comunidades y lugares lejanos que quizá
nunca conoceremos o con ese enamoramiento que de vez en cuando nos atraviesa y
nos impulsa a lanzarnos instintivamente al vacío, sin vislumbrar nada claro que
haya una red al otro lado.
Para
evitar mencionar el tabú de la muerte a menudo nos servimos del frío eufemismo
“fallecer”. En otros idiomas, los vocablos albergan metáforas mucho más
consoladoras. Los franceses emplean el verbo “eteindre” (apagarse, extinguirse), la misma palabra que se usa para
referirse a las estrellas, cuya luz se va debilitando lentamente y sigue
brillando, tímida pero fiel, durante mucho tiempo después de haber abandonado
el firmamento.
Ante
la pérdida de la gente a la que queremos las grandes respuestas de la religión,
la ética y la filosofía suelen quedarse cortas. Los grandes aforismos caducan
enseguida. A veces confortan más unos versos, un poema, una canción. En el
fondo, solo cabe el silencio, el deseo de prolongar los frutos de la cosecha
recibida y la única certeza de que esto de la muerte es algo que tiene que ver
con la vida.
Bella y profunda reflexión… oro y contemplo:
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Precioso y profundo texto, gracias!
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