Apurando los últimos días de vacaciones antes del
regreso a Madrid he ido al cine a disfrutar de la última fantasía animada del
tándem Pixar-Disney, a la que la crítica entrona como la mejor película de la
productora de animación hasta la fecha.
La historia es una suerte de viaje hacia el interior
de una chica que nos muestra el funcionamiento de las emociones como un
engranaje que resulta de un coordinado trabajo en equipo entre varios
personajes, alegoría de los principales
estados emocionales humanos: alegría, tristeza, miedo, ira y asco.
La circunstancia habitual de un matrimonio que,
junto a su hija, se muda de ciudad por motivos laborales se convierte en toda
una aventura en el universo interior de la chica, en el que las emociones se abren paso en una lucha a favor y en contra de
los recuerdos que la empujan a la inercia de la felicidad de la vida
pasada.
Esta gestión de los propios recuerdos, que la
tristeza asalta frecuentemente para contaminar y oscurecer y que hace despertar
también la ira y el asco, se convierte en toda una odisea cuando el miedo
acecha y los cimientos de la estabilidad emocional se tambalean al ver la
seguridad exterior amenazada ante una
realidad nueva y cambiante.
Avisando a navegantes para no incurrir en spoiler,
lo cierto es que Inside out, título probablemente más acertado que la
adaptación hispana, Del revés, exhibe, para mí, con inusitada ternura, un par
de lecciones de importante valor en el conocimiento y la vivencia de las
emociones humanas.
Por un lado, la belleza del camino maravilloso de
rescate emprendido por la alegría y la tristeza y que, finalmente, requerirá de
la colaboración de los demás personajes nos habla de esa necesidad de integrar y
de abrazar lo que a menudo consideramos roto y desagradable y condenamos a la
sombra de nuestros pensamientos. Ese viaje, ese regreso, esa
reconstrucción, no puede hacerse sino
con la colaboración de la tristeza y de los personajes que hablan del pasado de
la pequeña.
Y, por otro, el esfuerzo titánico de la alegría, que
abandera la empresa de llegar al centro de Riley para hacerla reintegrar todos
sus recuerdos, me devuelve a la idea, tan bellamente acrisolada en la tradición
cristiana, y que el Papa Francisco ha recogido en la carta de presentación de
su pontificado, de que la alegría trasciende la emoción para convertirse en una
actitud, una decisión, una verdadera opción de vida que hemos de renovar y
restaurar cada día.
El poso del visionado me lleva a la experiencia de
este verano en las jornadas de formación de la JEC de Extremadura, con la
gestión de las emociones como temática e hilo conductor para el trabajo del grupo
de Universidad y Graduados.
Sin mucho tiempo para procesar mi estancia allí, que
duró solo un fin de semana, la verdad es que me dejé tocar por la intensidad
del tema que se trataba y por el modo de vivirlo de las personas que asistieron
y me siento inmensamente agradecido de tomar el pulso a un movimiento de
jóvenes como este y comprobar que, sin complejos, se lanzan a la aventura de sentir.
Sentir y, tal y como
ocurre en Inside out, tomar el timón de sus propias emociones para hacer de
ellas camino y meta de alegría para los demás.
Cuando me acerco a la vida de tantas y tantos
jóvenes, compañeros de este proyecto ilusionante del que hace un año me lancé a
asumir la responsabilidad y representación nacional junto con Carmen Ledesma,
siento, como Moisés, que se trata de terreno sagrado (“Y descálzate, porque el lugar donde estás es
sagrado.” Ex, 3).
Me hace ser consciente de que todos
participamos de la debilidad y de las heridas de una historia personal propia que llevamos tatuada
en lo más hondo y que, sin embargo, esto no es impedimento para la apertura del
corazón y el deseo de partirse, darse y entregarse para poner todo ese engranaje de emociones al servicio de las
causas más bellas y nobles.
Cuando uno se enfrenta a situaciones difíciles de
acompañar y siente que se acaba, como diría Silvio, “la palabra precisa, la sonrisa perfecta”, recuerda nuevamente que siempre son los demás los que
dan sentido a nuestra historia, aunque en algunos casos lo único que se pueda
hacer sea estar o acompañar fielmente.
Fidelidad, un valor tan a la deriva en esta cultura del consumo del
momento. Fidelidad a las personas, fidelidad a los proyectos, fidelidad a los
compromisos y a las causas (“No insistas
más en que me separe de ti. Donde tú vayas, yo iré, donde tú vivas, viviré; tu
pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios”, Rut 1).
Y experimentar esto me da fuerzas, como en Inside-out, para seguir integrando todo lo
que vivo mientras preparo las maletas para retomar, de nuevo, el viaje.
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