Junio
de 2011. Cena de las naciones en el Colegio St. Michael de Nueva
Delhi (India). En las mesas, mezclados por el barullo de las llegadas, el
desorden de las miradas y el cansancio de los viajes, nos disponemos
para comer. Yo me aventuro, cómo no, a entablar conversación con
quienes me acompañan.
Hay
dos muchachas. La primera de ellas, de mirada gris, profunda y
triste, encierra en su tez morena la belleza reservada de la timidez,
la sonrisa que se hace esperar. Hay en esos ojos una huella silente
de lo mucho que ha visto y vivido con tan solo dieciocho años. Se
llama Parivash. Su
hermana, Ravish, un año menor, es, por el contrario, extrovertida,
dispersa y desenfadada, deliberadamente sensual y presumida. Algo
caprichosa, pero inocente.
Tardo
cierto rato en percatarme de que son hijas de la misma realidad y,
sin embargo, tras las preguntas, asoman y se entrelazan los hilos de
la historia común. Cuando
me dicen cuál es su país de origen, tardo en entender. Llevo pocas
horas en India y mi oído no se ha aclimatado aún a esa peculiar
cadencia del inglés peninsular.
Pakistán.
Al
escucharlo, se despliegan en mi mente imágenes desoladoras de
desiertos perdidos, velos, burkas y guerrillas armadas. En el
imaginario occidental, la frontera de la civilización y la cuna del
fundamentalismo que pocos meses atrás se tambaleó con la
milimétricamente estudiada maniobra de ejecución del jerarca Bin
Laden en su guarida particular.
Cuando
les comento cuál es la percepción que me llega de su país, ellas
no tardan en corroborar el estado de vulnerabilidad que supone la
vida allí.
Pari
está empezando a estudiar Farmacia y Ravish quiere cursar la carrera de Derecho. Yo acabo de finalizar el primer curso del Grado Superior
de piano. Tenemos dieciocho, diecisiete y veinte años. Los tres
latimos con los mismos deseos, ilusiones y horizontes y, sin embargo,
me cuesta enfundarme en su piel, encarnarme en su realidad, y asumir
que el futuro por el que caminan cada día transita por una pedregosa
senda en la que, en el momento más imprevisible, puede estallar la más cruenta de las
barbaries y dinamitar sus proyectos.
¿Cómo
se asume la exposición cotidiana al peligro? ¿Cómo se ama el país,
la patria, la tierra cuando está abonada con sangre? ¿Cómo se
asume la rutina del miedo? ¿En qué momento se aprende a convivir
con la amenaza?
Pakistán,
literalmente, el país de los puros, nació en la convulsa separación
religiosa entre hindúes y musulmanes. Tierra 1947, la tercera película
de la trilogía de los elementos de Deepa Mehta, narra con especial
dramatismo la división y confrontación de dos pueblos bajo la
artificial premisa de segmentar dos maneras de acercarse a lo
trascendente: el hinduismo para la India, con todo su panteón de
divinidades coloristas y ritos milenarios y el Islam para Pakistán, con su rigurosa
salvaguarda de preceptos y doctrinas que determinan la ley y la
política, así como la administración de la esfera pública y privada de las personas.
El
cristianismo, con mucha menor presencia institucionalizada que en
Occidente, también tiene su hueco en el poliédrico panorama
religioso de estos países, y hoy ha sido la diana del integrismo asesino en Lahore, la ciudad de Ravish y Parivash.
Esta
mañana me levantaba temprano para asistir a un encuentro con el
colectivo Profesores Cristianos a favor de la Escuela Pública en el
barrio madrileño de Moratalaz, cuando he encendido el móvil y me ha
llegado un mensaje de Ravish, con la que hacía tiempo que no
hablaba. Nada me hacía presagiar que, horas más tarde, sería
testigo directo de la locura terrorista en su ciudad y su
comunidad.
Al
llegar a casa, me asomo a las noticias y las redes sociales. Quince personas muertas y veinticinco heridas en dos atentados contra iglesias cristianas en Lahore. Una turba quema vivos a dos sospechosos de haber participado en el atentado. Un grupo de vecinos secuestra a tres policías que se habían ausentado de su puesto para ver un partido de criquet en el momento del ataque.
Veo imágenes de
terror, leo mensajes de miedo, de ira, de deseo de huida. Y solo
puedo, impotente en la tarde, contemplar sereno, escribir y rezar en
el dolor y la impotencia de que unos ojos más jóvenes que los míos,
ojos llenos de vida y de proyectos, ojos desde los que he aprendido a
mirar el mundo y que me han mirado con amor y ternura, hayan grabado
esta mañana la cara del horror para siempre en sus retinas.
Y
resuenan, sin llamarlos, como ecos de esta incomprensible realidad de
humanidad desfigurada y religión demacrada, los versos del poeta
Juan Gelman que descansan entre mis lecturas de cabecera:
miro
mi corazón hinchado de desgracias
tanto
lugar como tendría para las bellas aventuras
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