Hace
unos meses, en medio de la oferta cinematográfica veraniega de consumo rápido, me topé con una película que me cautivó profundamente
por su frescura, por su verosimilitud sin edulcorantes y por su
sinceridad a la hora de abordar el encuentro y el desencuentro, el
amor y el desamor y los caprichosos caminos de los sentimientos.
Una
de esas historias que uno “se cree” sin cuestionamientos
porque radiografía escenarios comunes, emociones conocidas y
situaciones que forman parte de ese cóctel de desiguales
proporciones que es, a menudo y casi siempre, la vida humana.
Begin
again o ¿Puede una canción salvar tu vida? es un paseo
por la gran urbe neoyorquina en la que el azar y el sinuoso trazo del
destino hace encontrarse a dos personas heridas por un pasado
doloroso que les persigue.
Ella
es una cantante y compositora de música pop a la que su novio,
también cantante, abandona cuando sucumbe ante el deslumbrante mundo
del éxito comercial y la fama. Él, un productor discográfico de
desbordante talento y abundante reconocimiento que, de la noche a la
mañana, se ve sin trabajo sumido en el fracaso profesional y en el desorden de una caótica vida personal.
La
música será, para ellos, el punto de encuentro, la estación de
partida de una intensa relación profesional y personal que les hará
recomponer los pedazos de sus vidas deshechas y encontrar de nuevo un
sentido y un horizonte para mirar al mañana. Se convierte en un
personaje más, en un marco incidental y en un hilo argumental que da
forma y nombre al despertar de sentimientos y al discurrir
psicológico de los personajes.
Cuando
los protagonistas, después de muchas sesiones taciturnas de guitarra
y de improvisación “a capella” se lanzan a la aventura
de grabar un videoclip en la calle fusionando estilos e incorporando
a personas anónimas, la música se convierte en una expresión de
libertad y vitalismo.
Sin
embargo, hay un momento que me chirría, me descoloca y me cabrea.
El productor decide incorporar para la grabación a un par de
instrumentistas clásicos, un violinista y una cellista, y es
entonces cuando aterrizan en la escena dos pintorescos personajes que
encarnan el tópico más estereotipado y desinformado del músico
clásico. Ambos se presentan como graduados en diversos
conservatorios del mundo. El porte, de un intelectualismo rancio,
empollón, aburrido, socialmente deficiente, físicamente
anacrónico. En el aspecto técnico y musical, son impecables y
brillantes pero, al situarse en ambientes de fiesta y relación, se
muestran completamente fuera de lugar y sin experiencia.
Algunas
semanas después, me acerqué al clásico de Billy Wilder Con faldas
a lo loco, la obra maestra de la comedia hollywoodiense en la Jack
Lemmon y Tony Curtis encarnan a dos músicos vividores que se
travisten para infiltrarse en una orquesta femenina y se presentan
como una contrabajista y una saxofonista de formación clásica.
Al llegar, las componentes de la orquesta, eufóricas, intentan
trabar amistad con ellos. El representante recrimina a una de las
chicas diciéndole:
-Ya
está bien. Nada de chistes de mal gusto. Han ido a un conservatorio.
En
una escena en la que, durante el viaje en tren, la directora confisca
una botella de alcohol, prohibido para las chicas de la orquesta, uno
de los músicos se autodelata, confesando ser el dueño de la botella, para sorpresa de la directora de la orquesta y el representante, que esperaban de "ellas" un comportamiento más "ejemplar",
-¿No
dijisteis que habíais estado en un conservatorio?
-Oh
sí, durante un año.
-Creí
que habíais dicho tres años…
Esta
idea de asociar la formación académica de la música clásica a la
seriedad y rectitud de comportamiento, en el sentido más peyorativo
de los términos, observándola como algo alejado de la vida y de su
frescura y espontaneidad, me inquieta al encontrarla no solo en el
cine actual y el de hace sesenta años, sino también en los
prejuicios de mucha gente que no conoce, de primera mano, el
ejercicio, la práctica y el estudio de la música mal llamada
“clásica” y tachan lo que hacemos de aburrido, anacrónico.
Me
pregunto si será culpa nuestra, que no somos capaces de transmitir
que, cuando nos acercamos al arte de hace doscientos o trescientos
años, lo hacemos con el respeto pero también con la emoción de dar
vida a algo que nos hace vibrar por la vigencia de una expresión
universal y atemporal que dice hoy, tanto o más que las producciones
comerciales y contemporáneas, mucho de lo que somos y lo que
sentimos.
No
sé si, en lugar de esto, el mundo nos ve, como dice mi nuevo
profesor de clave, como “coleccionistas de insectos” que
nos dedicamos a conservar, recrear y presentar piezas disecadas en un
nostálgico museo de glorias pasadas.
El
otro día leía una inscripción grabada en este bello instrumento en
el que me estoy sumergiendo más en esta nueva etapa académica, que
rezaba MUSICA MOVET AFFECTUS.
Quizá
muy a menudo, insertos en esa vorágine de rigurosa
dedicación y sacrificio, nos encorsetamos, perdemos el aliento de lo vivo y nos olvidamos de esta sentencia que es,
quizá, la que resume lo más importante y lo único por lo que nos
consagramos a este misterioso e inagotable ejercicio de la belleza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario