A pocos
minutos de las ocho de la tarde, noche oscura y fría. El autobús, cerrado.
Veinte o veinticinco minutos de parada reglamentaria. Los viajeros esperando fuera,
ida y venida, el cigarro en la mano, una calada rápida, una mirada al reloj. Me
acerco al autobús procurando no alejarme demasiado del bar que me proporciona
la conexión wifi. De pie, delante de un banco, una voz masculina, educada. “Perdón”. No entiendo bien lo que viene
después. Me giro y me acerco para que me lo repita. Son treinta y tantos largos
o cuarenta, la cabeza despejada por la calvicie avanzada, una sudadera sencilla,
las manos en los bolsillos. Buen aspecto. De nuevo “Perdón” y después que si tengo dos euros que le faltan para
completar el importe del billete. Ahora me doy cuenta. Lo siento. El final de
la intervención, la palabra vacilante, la mirada cabizbaja, el ademán inseguro
te delatan. Concluyo, mucho antes de inspeccionar los bolsillos de mi cazadora,
que no tengo nada suelto que ofrecer y me lamento para seguir caminando y
perderme en la multitud que espera la apertura del autobús. Nueva destinataria:
la chica sentada en el banco. La misma petición y negativa rotunda y aire
despreocupado. Él se levanta, camina con disimulada intranquilidad. Se pierde,
va y viene, señor mayor en el otro extremo de la estación, brazo en el hombro
con gesto compasivo y vuelta al banco, ahora vacío, para sentarse, atusar el
pelo con nerviosismo, intentar construir la fingida normalidad en la soledad
del trasiego. Ida y venida y tú te quedas ahí y yo me monto en el autobús, me
monto en el autobús o en el tren o en la vida mientras tú te quedas, como
siempre y con los tuyos, te quedas en la estación, en la parada , en la puerta,
en la frontera, en la periferia, sin que nadie te de los dos euros para emprender
el viaje como todo el mundo y yo voy subiendo y una última mirada para ver lo que
deja traslucir el cartel de peligro, yonki, drogadicto y me asomo a la
historia truncada, la familia abandonada, los sueños rotos, la juventud partida
y me pregunto ¿Dónde queda la dignidad perdida? ¿Dónde se compra la esperanza?
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