Pienso
que el arte puede seguir dos caminos en relación con la vida. Tradicionalmente
la actividad artística tanto en el propio creador como en el receptor de la
obra ha sido cauce para la evasión de la vida, buscando la huida de nuestro
entorno más cotidiano, amparándonos en la fantasía y la belleza creada.
Los
artistas románticos frecuentemente se alejaban de la realidad dolorosa que les
rodeaba y les suscitaba la incomprensión, la soledad y el abandono y se
refugiaban en mundos y culturas exóticas y lejanas, física o temporalmente.
De
igual modo, a menudo recurrimos al arte para alejarnos de la vida, aparcar los
problemas del día a día y sumergirnos en el placer y la magia por un breve
estadio al leer una novela, ver una película o disfrutar de músicas que nos
hacen volar y soñar.
Pero
si bien el arte nos sirve para huir de la vida, también es, por otro lado,
desde su concepción , reflejo y expresión de la vida. Escuchaba a un poeta
(Fernando Ortiz, creo recordar) hace varios años en el Aula de Poesía decir
algo así como: “No le pidáis a un poeta su biografía, no le preguntéis sobre su
vida, pues la biografía del poeta , la vida del poeta está en su obra”.
En
el resto de las vertientes del arte parece ocurrir lo mismo. Escuchando la
música de Schumann advertimos su tormento interior y la evanescencia y fulgor
de sus estados de ánimo. Leyendo la poesía de Miguel Hernández experimentamos
el ansia de libertad de un alma aprisionada y torturada, pero que atisba la
esperanza y la anuncia soñando la vida
futura.
Si vemos,
por poner otro ejemplo, la filmografía de Tim Burton, advertiremos una infancia solitaria, sombría,
un mundo interior agitado en una persona introvertida y excéntrica.
La
obra es la expresión del creador , de su vida y por tanto el arte conecta desde
su génesis con la experiencia vital.
Asimismo,
como espectadores, oyentes, o receptores en definitiva, el arte nos educa, nos
hace crecer y nos aporta continua luz sobre el mundo y la realidad en que
vivimos.
La
semana pasada, en concreto, me topé con un film de enorme fuerza visual y
metafórica que me impactó y me hizo pensar en la sociedad y la cultura actual
desde su sugestión transgresora, Tommy (1975).
Tommy es una ópera-rock visualmente impregnada por la psicodelia y la pirotecnia de la cultura
pop de los 70, que cuenta la historia de
un chaval que presencia de pequeño el traumático acontecimiento de la muerte de
su padre a manos del amante de su madre.
A partir de
este momento, Tommy queda sordo, ciego y mundo a causa del shock, condenado a
la oscuridad y al bloqueo de su mundo interior.
Su madre,
desesperada, buscará incansable la solución y la cura para su enfermedad y
aislamiento.
La
escena más impactante llega en una
ceremonia religiosa en la que los fieles adoran una imagen de Marilyn Monroe con
devota veneración, la sacan en procesión, se visten con máscaras y exhiben toda
una iconografía que la representa.
Emulando al
sacramento de la Eucaristía, los fieles toman una comunión en la que el pan es
sustituido por drogas y sustancias psicotrópicas que hacen alucinar a los
presentes.
El punto
culmen de la escena es el momento en que multitud de personas con distintos
tipos de enfermedades, discapacidades y limitaciones van desfilando hacia la
estatua, besándola y adorándola, en busca de una cura para sus dolencias.
Es entonces
cuando Tommy, con la mirada perdida y guiado por las tiernas manos de su
progenitora se acerca a la estatua y empieza a tocarla para finalmente empujarla, desbordado por la
excitación y el nerviosismo, rompiéndola en mil pedazos.
Ken
Rusell, en el contexto de la cultura pop en la que se enmarca el film, critica
esa idolatría a los ídolos de la cultura, que lleva a la superficialidad y al
vacío de la sociedad.
Así, cuando
más adelante Tommy se cura de modo milagroso, se convierte en estrella mundial
del pinball y se erige como un mesías de la era pop (“Yo soy la luz y el amor”),
toda una legión de fans le siguen ciegamente como zombies.
“Intenten
seguir mi camino , ignorando el dolor y el miedo” les dice, lo que lleva a
Tommy a convertirse en lo que la película critica: un icono, un fenómeno de
masas que despierta el fanatismo y el ciego seguimiento de la multitud.
Esto
me llevó a la reflexión acerca de cuáles son los ídolos de nuestro tiempo, en esta
sociedad y en esta cultura:
¿A quienes
hemos colocado en ese podio, en ese pedestal y hemos seguido ciegamente sin
pensar en las causas y consecuencias del asunto?

¿A costa de
quiénes sustentamos nuestra felicidad y bienestar material?
El
ansia de tener, la burbuja inmobiliaria, las hipotecas, los pisos, los
coches…la sociedad parece haber seguido unos ídolos que no aguantaban sus
propio peso y han acabado estallando.
Creo que
esto nos debe hacer pensar y a lo mejor
en esta crisis encontramos la oportunidad de refundarnos y reconstruirnos.
A lo mejor
a la hora de salir de ella descubrimos que lo importante no es llegar solos y
los primeros, sino llegar con todos y a tiempo.
Y
a lo mejor es momento de destruir los ídolos, de empujar las estatuas y
romperlas en mil pedazos para decidir a quién queremos poner en nuestros
pedestales, a quién queremos seguir y a dónde nos queremos dirigir, de levantar
nuevos horizontes, buscando los verdaderos ideales y valores que queremos que
encaucen nuestra sociedad y cultura,
pues son muchas las fuentes en las que podemos intentar calmar nuestra sed,
pero es difícil encontrar el agua que verdaderamente nos sacie, que nos dé el
sentido, la felicidad y la libertad que nadie nos puede quitar.