Así voy devolviéndole a
Dios unos centavos
del caudal infinito que
me pone en las manos.
(Jorge Luis Borges)
Mi amigo Jesús me dijo una vez que los McDonald´s tienen algo de religioso. Ante el vacío que nos hacen sentir aquellas grandes preguntas para las que no encontramos respuesta, las religiones nos invitan a sujetarnos a una (a veces, dudosa) red. Nos ofrecen seguridad frente a lo desconocido. Nos venden certezas, a coste variable. Lo mismo nos pasa al encontrarnos fuera de nuestro hogar. Cuando visitamos un país lejano a menudo desconocemos su moneda, nos cuesta saber si algo es caro o barato y, si es la primera vez, tampoco podemos adivinar, más que por referencias indirectas, si tal o cual comida nos gustará.
En
ese contexto, y hasta en el lugar más recóndito del mundo, suelen avistarse,
más cerca que lejos, unos arcos dorados que nos ofrecen un asidero al que
agarrarnos. Ante lo desconocido, se convierten en un oasis en medio del
desierto: sabemos exactamente el tipo de comida que encontraremos, su sabor y
el coste que tendrá. Incluso nos imaginamos con rapidez la propia configuración
interna del local (prácticamente idéntica en cualquier parte del mundo).
El
capitalismo funciona así. Cuando las coordenadas cambian, nos pone delante los
suficientes elementos conocidos como para hacernos sentir el confort, la ficción
de la libertad de elegir. Por muy lejos que nos encontremos siempre habrá un
lugar donde experimentemos, aunque no sea más que un mero espejismo, que tenemos todo
lo necesario para sentirnos en casa.
Sin
embargo, este sistema económico suele obviar rápidamente las variables que contemplan
el cuidado y el sostenimiento de la vida. Quienes hemos elegido caminos como la
música, el arte y la educación nos hemos dado cuenta de que la productividad de nuestra actividad solo
puede medirse con otros parámetros. Y la carrera académica es exigente en
dedicación y dilatada respecto a la posibilidad de vislumbrar un escenario de
estabilidad al final de tantos escalones.
«Con
el tiempo aprenderás que hay diferencia entre conocer el camino… y andar
el camino…», le decía Morfeo a Neo en Matrix
(2001), esa fábula moderna que nos hizo alucinar a los niños de los
noventa, y que ya ha cumplido nada menos que veintinún años. Que se lo digan a
ellos: imaginaron un 2199 repleto de desarrollo tecnológico, realidades
digitales paralelas y saltos mortales sin gravedad, pero…seguían usando cabinas
telefónicas ¡vaya! Desde luego, no conocían el camino…
Cuando decides, rozando los treinta, aventurarte a andar el camino incierto de realizar una tesis doctoral, después de haber emprendido prácticamente todas las rutas opuestas a aquellas que podían encarrilarte hacia un futuro seguro (estudiar una carrera musical, consagrar los años centrales de tu juventud a la militancia en una organización estudiantil…), la incertidumbre que se te presenta delante es la misma. Y la emoción, afortunadamente, también. Además, eliges orientar tu investigación hacia Hispanoamérica, una tierra que no has pisado nunca, pero desde la que –por alguna extraña razón– llevas tiempo mirando, pensando y sintiendo el mundo; el mundo, y la música.
Y nos sobreviene una pandemia, que te deja en la orilla, y frena por dos años tu deseo de cruzar el Atlántico. La cosa se complica.
Y
en el trayecto que comienza, la gente que bien te quiere te asesora para
introducirte en un complicado entramado que requiere estrategia, trabajo,
perseverancia, visión de futuro: delimitar bien tu perfil, armar el currículum…estudiar,
enseñar, publicar. Calcula cada paso, pero no pierdas el alma por el camino, no
te olvides de la motivación y el sentido.
Así
las cosas, cuando el camino empieza a desbrozarse te das cuenta de que no es
solo gracias a tu valía académica, sino a la apuesta generosa de personas que
van moviendo fichas delante de ti para que el tablero se despeje de manera casi
natural a tu paso: desde el profesor que te orienta sistemáticamente para tomar
las decisiones acertadas a los vecinos de un humilde barrio de Sevilla que prestan
unas mantas para preparar la habitación de la casa de un amigo que te acoge
durante un mes de estancia de investigación. O esa familia que te recibe a 9.000
km de tu ciudad y dispone la mesa para tu llegada. Y la compañera que te abre
las puertas de su hogar y su microcosmos creativo y, durante un mes, aparca su
agenda para vivir desde ti y guiar tus sentidos por “mi Buenos Aires querido”.
El
capitalismo y su lógica de franquicia norteamericana sacude a quien no tiene
los resortes económicos y personales para soportar las embestidas, pero la
historia (que sigue siendo profana y sagrada a la vez) nos habla al mismo
tiempo desde las redes comunitarias que cuidan y sostienen la vida. Sin ellas,
sería imposible vivir la aventura.
Hace
unos días, una profesora de la Facultad de Educación de la Universidad
Complutense de Madrid nos contaba que, durante la defensa de una oposición a
profesora titular a la que recientemente había asistido, la candidata empezó
enumerando aquellos proyectos en los que se había embarcado y vivencias que “no
le habían reportado nada” para su engrosar currículum académico, pero que habían
definido el tipo de persona y profesora que hoy era.
El
“currículum oculto”. Ese paisaje de personas, emociones y momentos que
configuran nuestra biografía personal y profesional. Ese expediente que, sin
computar de forma directa en los ránkings mejor posicionados, hace posible andar el camino. Y que tiene una
traducción directa en nuestra forma de relacionarnos con el mundo, de aprenderlo
y de enseñarlo.
Gracias.
Encantado de formar parte de esa historia y de esconderme en tu currículum.
ResponderEliminarY al volver la vista atrás… caminante son tus huellas…
ResponderEliminar