Cuida de mis sueños,
cuida de mi vida.
No maltrates nunca mi
fragilidad.
Pisaré la tierra que tú
pisas.
(Pedro Guerra)
En
las buenas historias de ficción –para estirar el chicle lo máximo posible– los
supervillanos suelen añadir complejidad a sus poderes a lo largo de varias
entregas para vencer a las fuerzas del bien. Después de infinitas derrotas, los
malos siempre regresan con renovadas capacidades y ganas de venganza. Con más
recursos y con más mala leche, vaya.
En
Terminator 2, una de las distopías
cinematográficas que con más nostalgia recordamos los que crecimos durante la
década de los noventa, el viejo androide T-800 (el estelar Arnold
Schwarzenegger de “Sayonara, baby”) es enviado para proteger al futuro líder de
la rebelión contra las máquinas, John Connor. Pero los esfuerzos de los
rebeldes, que han reprogramado al androide para proteger al niño, parece que
poco tienen que hacer ante el nuevo invento de sus enemigos: el sofisticado y
letal T-1000 interpretado por Richard Patrick. El T-1000 no solo tenía la misma
fuerza que el Terminator original, sino también la capacidad de mimetizar su
físico con el mobiliario, adoptar la apariencia de cualquier humano con el que
hubiera estado en contacto y diluirse para colarse por cualquier rendija antes
de volver a tomar forma humana. Tras innumerables intentos de acabar con él, el
T-1000 siempre encontraba la manera de reagrupar sus moléculas para volver a la
carga.

Algo
así parece que ocurre con la COVID-19, aunque en este caso la distribución de
culpas entre “buenos” y “malos” quizá no sea tan fácil de administrar como en
la película de James Cameron. Hace varias semanas, y después de unos meses en
los que la vacunación parecía habernos llevado a un contexto de control de los contagios
y de reducción de la gravedad de la enfermedad, daba la sensación de que
habíamos vuelto a la casilla de salida. La variante Omicron se consolidaba en
la escena y la intranquilidad parecía campar a sus anchas de nuevo en nuestras
vidas. De repente, todos conocíamos a alguien que había estado en contacto con
algún positivo la última semana, revisábamos con arrepentimiento los últimos
eventos de nuestra agenda social antes de las vacaciones de Navidad y los
grupos de whatsapp se inundaban de mensajes alarmistas sobresaturados de datos
e interpretaciones.
Sin
embargo, esta vez había algo distinto. Ante el riesgo de caer en la histeria
colectiva, en algunos foros se llamaba la atención sobre otro problema cuyos
estragos, en este y en cualquier contexto, pueden llegar a ser tan nocivos como
la propia COVID: la salud mental.
Desgraciadamente, los acontecimientos de las
últimas semanas ya habían llevado este tema al centro de muchas conversaciones.
La soledad y el aislamiento han agudizado la ansiedad y la depresión, en la
mayoría de los casos vividas en silencio y en el anonimato. Pero este no es un problema
que haya llegado ahora, y está dejando cada día de ser un tabú entre la gente
joven.
Quienes
nos movemos en la intersección entre los millennials
y la Generación Z habitamos una tierra de nadie en el desafío de mirarnos de
frente para construir nuestra identidad.
Si nos comparamos con quienes nacieron
a comienzos de los 80 vemos que ellos, ellas, a menudo han podido sentar antes
y con más solidez que nosotros las bases de un proyecto de familia, de hogar y
de estabilidad laboral. Los que vinieron después, por el contrario, han
abrazado con más normalidad cuestiones como la diversidad sexual o el carácter
líquido de los vínculos emocionales, cosa esta última que a menudo a nosotros
nos desconcierta y se nos escapa.
Algo
que compartimos y que, probablemente, se va consolidando como una conquista
importante de nuestro tiempo es el normalizar el diálogo sobre la salud mental.
Hablar sobre lo que nos pasa y cómo nos sentimos es cada vez más frecuente en
estos tiempos en los que la atomización individual y el enclaustramiento de los
afectos se suman a las dificultades que ya teníamos para hacer que nuestras vidas
echen a rodar.
Una
de las series que refleja con más crudeza, pero también con enorme ternura y
dosis de humor esta realidad es Pure (2018).
Charly Clive da vida a Marnie, una joven con un trastorno obsesivo-compulsivo
muy peculiar: su cabeza se ve continuamente invadida por pensamientos
intrusivos de contenido sexual, hasta tal punto que el bombardeo de imágenes le
impide totalmente desarrollar una vida normal. Tras un episodio catastrófico
que echa por tierra la celebración del aniversario de sus padres, Marnie decide
alejarse de su familia.

Para sobreponerse a su problema y dar un giro a su vida
se muda a Londres a iniciar una nueva etapa. A partir de ahí comienza un camino
de búsqueda: convencida de que abrirse a experimentar nuevos encuentros sexuales
le permitirá apaciguar su mente, Marnie acaba inmersa en un sinfín de
situaciones que suelen terminar en desastre. Como un juguete roto, fracasa
estrepitosamente en sus intentos de vivir experiencias que le ayuden a entender
lo que le pasa, causando bastantes estragos por el camino. Sin embargo, su
personaje nos encandila por su encantadora torpeza, por su manera vitalista e
imprudente de encarar la vida; por su capacidad de levantarse una y otra vez y
alzar la cabeza ante cada recaída con el deseo de ser feliz.

Marnie
va poco a poco superando el tabú y el estigma impuesto por la sociedad y por
sus propias amistades, que etiquetan su trastorno como perversión e incluso bromean
con el disfrute que este podría ocasionarle. En una escena cargada de dolor y
de esperanza, Marnie brinda una lección de amor propio al espectador al decirle
a su mejor amiga que se aleje de ella porque no se siente cuidada: “Creo que no
deberíamos ser amigas durante un tiempo”/ “¿Estás rompiendo conmigo?” / “Te
quiero, pero odio sentirme así cuando estoy contigo”.
La
actriz, según un reportaje publicado en El
País, afirmó que la autora del libro en que está basada la serie le ayudó a
preparar el papel: “Una de las
cosas que me dijo es que, cuando tienes un TOC, es importante que te recuerdes
a ti mismo que esos no son tus pensamientos, no son una representación de lo
que eres como persona. Yo tenía que encontrar una separación entre aquellos
aspectos contra los que está luchando Marnie en su vida en general y aquello
contra lo que lucha por el TOC”.
A
lo mejor el aprender a poner nombre a lo que nos pasa, el saber mirarnos desde
más allá de lo que nos duele y demandar de los demás esa mirada no solo es un
ejercicio necesario de amor propio en estos tiempos de generalizada ansiedad y
baja autoestima. Quizá es también un camino alentador para tejer espacios de
comunidad y sostener vidas que, mal que nos pese y por culpa de la COVID y otras
causas, van a seguir tocadas por la precariedad, la ruptura y la fragilidad.
Que
los límites con los que nos topemos por el camino no nos impidan hacer de este
año el mejor capítulo posible de nuestras vidas.
Feliz
2022.