Madrid empieza estos días a vestirse multicolor. Se acerca la fiesta del orgullo, una cita que, en pocos años, ha pasado de ser un mero evento, con muchas dosis de exceso y espectáculo, nacido del deseo y la necesidad de visibilización de muchas personas gays y lesbianas que, hasta ese momento, habían vivido su orientación sexual rodeadas de complejos y en secreto ante la sociedad, a convertirse en una fecha que, apoyada desde las propias instituciones, se erige en celebración de la diversidad y reivindicación del respeto, la tolerancia y la normalización de toda la comunidad LGTB.
En Badajoz, cuando nuestro agreste exalcalde quasi vitalicio Miguel Celdrán no dudó en sacar pecho en un medio radiofónico de difusión nacional calificando de “palomos cojos” a estas personas y afirmando que allí “estábamos todos muy sanos”, se desató la famosa Caravana de Palomos cojos (Los palomos, con el tiempo) que un Partido Popular con su usual visión estratégica y empresarial supo asumir inteligentemente desde el plano institucional, haciendo “de la metedura de pata, virtud” y convirtiendo también a Badajoz en ciudad de la diversidad.
Está asunción de la visibilización y el trabajo por los derechos de un colectivo desde el plano institucional es un cambio significativo y supone un camino de comunicación de ida y vuelta entre unos representantes políticos y una sociedad que empieza a entender que no solo se trata de mirar a un grupo determinado de personas con respeto, sino de acoger y hacer suya, plenamente, la causa del abrazo a la diversidad en nuestro mundo.
Como ocurre con todas las grandes problemáticas sociales, el cambio empieza a ser posible cuando la sociedad se sensibiliza y lo que le duele a un grupo en materia de injusticia y discriminación nos duele a todas las personas. Muy lejos quedaron aquellos sketches de Martes y Trece de “mi marido me pega”, que palidecen con el paso del tiempo y nos causan estupor de pensar lo normalizado que era, en aquella época en la que las crónicas televisivas hablaban de “crímenes pasionales”, asumir que la violencia del hombre contra la mujer era una cuestión meramente doméstica reducida al fuero privado, derivada en muchos casos de los avatares normales de una relación de pareja.
Queda mucho trabajo por hacer en este ámbito, ante la flagrante realidad de tantas mujeres que son, aún hoy, maltratadas, silenciadas, reprimidas y asesinadas, pero poco a poco se empieza a tomar una conciencia de que este tema nos implica a todas las personas, y el ponernos otras gafas y asumir otra mirada nos permite ver todo lo deudor que hay en nuestras prácticas, nuestra cultura, nuestra sociedad y nuestro lenguaje de una manera de entender el mundo, la vida y las relaciones asentada sobre cimientos desoladoramente desiguales, patriarcales, machistas y jerárquicos.
Hoy, cada vez son menos las personas que piensan que eso de la cuestión feminista solo implica a un cincuenta por ciento de nuestra población, y se empieza a asumir con naturalidad que la necesidad de visibilizar y normalizar la presencia de la mujer en lo público, lo político, lo social o lo económico es una tarea colectiva que no va en detrimento de nadie. Un imperativo de justicia para corregir una desproporcionada inclinación histórica de la balanza. Y que no es posible avanzar en otra comprensión de la política, la ecología, la economía, las relaciones entre las personas y con el mundo sin abrazar esta perspectiva integral de la vida.
La Iglesia católica, que para esto de los cambios suele ser un pesado transatlántico con rumbo obstinado y avance lento pero que, por otro lado, goza de una polifonía de opiniones, expresiones y carismas que conviven en una comunión mucho más armoniosa que, por ejemplo, las diversas tendencias de un mismo partido político, tiene ante sí el reto de sintonizar decididamente con la sensibilidad actual, sabiendo ofrecer una voz sólida y autorizada de acogida y respeto ante la pluralidad.

Recuerdo, hace un par de años, un encuentro organizado por la Delegación de Pastoral Universitaria de la Archidiócesis de Madrid, en el que un sacerdote le preguntó al arzobispo Carlos Osoro sobre cómo ayudar a una persona transexual que estaba viviendo en la calle en condiciones de marginalidad a salir del pecado sobre el que había fundamentado su existencia.
La respuesta del cardenal, lapidaria y disuasoria, fue la de preguntarle a ese sacerdote que quién era él, y quiénes somos nosotros, como Iglesia, para emitir un juicio como ese.
Para mi sorpresa, vi cómo algunas personas de referencia en el mundo asociativo juvenil que, además, son personas lejanas a la Iglesia y a la religión y profundamente críticas con la institución, compartieron dicho editorial haciéndose eco y suscribiendo plenamente el posicionamiento del cardenal al respecto.
Esto me hace reflexionar sobre cuál es la autoridad que debemos ir conquistando como Iglesia: una autoridad que nace del reconocimiento externo, ganado desde la coherencia del predicamento y la práctica ante una realidad social fuertemente polarizada y que necesita de voces lúcidas y serenas de acogida y comprensión. Solo ganando esta autoridad con posturas constructivas para toda la sociedad podremos ganar en legitimidad para hablar de otros temas y para defender, cuando sea el caso, la presencia normalizada y la aportación de la Iglesia en el espacio público.