Hace unos meses tuve la ocasión de compartir espacio en un acto con un concejal del Ayuntamiento de Madrid: Javier Barbero, militante cristiano y profesional de la Sanidad venido del ámbito de los movimientos sociales que hablaba sobre los desafíos y retos que surgen para la nueva política que se ha abierto paso en la escena española en los últimos tiempos.
En su intervención, articulada en torno a la presencia
cristiana en el ámbito de lo público, hablaba de nuevas maneras de gestionar
las políticas de lo común, incorporando, entre otras, las perspectivas de la
ecología, la mirada feminista o la economía de los cuidados. Pero incidía
también en las dificultades que, a pesar de estar al frente de una corporación
municipal, se encuentran para trabajar en estas líneas teniendo en cuenta el
panorama y la articulación económica y social de la vida.
"No nos
engañemos. Nosotros hemos llegado al poder, pero el poder lo siguen teniendo
ellos", decía, haciendo referencia a los bancos, al capital y a todo
lo que supone el engranaje de un sistema económico regido por criterios que
dejan en los márgenes y las cunetas a tantas personas y al que,
desgraciadamente, se han postrado y han reverenciado los poderes políticos con
demasiada facilidad a lo largo de la historia y, especialmente, durante la crisis
económica.
Por algún motivo, estas palabras resonaron en mi cabeza
cuando tuve la suerte de ser recibido en audiencia oficial por el Papa
Francisco.
"Francisco, tú has llegado al
poder, pero el poder lo siguen teniendo ellos", pensaba
yo. Es profética la valentía y
audacia que tiene el Papa a la hora de posicionarse en materia política y
social a todos los niveles, aunque esto le suponga enfrentarse a líderes y
poderes internacionales. También sus condenas a un orden económico mundial moralmente
injusto que descarta a la persona y tortura nuestro planeta. Y son conocidas
las no pocas resistencias que el Santo Padre encuentra dentro del propio
Vaticano y las Iglesias locales para todas las reformas que está acometiendo
con valentía y aire aperturista.

Se me antoja, por las anécdotas e historias que me cuenta
su gente más cercana de la Argentina, imaginar al padre Jorge en sus tareas
pastorales, celebrando la Eucaristía en los barrios. Acogiendo, consolando y
sirviendo a pie de calle. Es, posiblemente, el hábitat más natural para esa
mirada entrañable y esa prosa misericordiosa. Pero es, sin duda, una gracia
inmensa que un hombre sencillo, un pastor como él haya podido llegar hasta ese
faro desde donde ilumina, guía y orienta con intuición certera los caminos de
una Iglesia tan frecuentemente alejada de las preocupaciones del mundo, y que
parece que, gracias a él, sintoniza de manera novedosa con este.
Este encuentro y muchos otros me hacen reflexionar sobre
la mochila que cada persona lleva detrás, lo que ha podido vivir hasta llegar
al lugar donde está, y a tomar conciencia de los lugares y posiciones desde
donde nos relacionamos unas con otras.
En un mundo cada día más globalizado e interconectado,
donde una pequeña decisión en un rincón puede tener repercusiones y
consecuencias en sitios muy alejados, parece que la relación entre los
distintos seres que habitamos esta Casa
común es cada vez más estrecha y cercana.
Pedro José Gómez Serrano apuntaba que, frente a ese
concepto tan recurrente de "La aldea
global", que evoca una idea de idílica y apacible convivencia entre la
humanidad, es mucho más acertado hablar de "El cortijo global", una imagen mucho más ibérica que nos
remite a lo más rústico, añejo y arcaico de nuestra tradición, a esos excesos
caciquiles entre señoritos y sirvientes que ilustran un sistema de relaciones
donde la mayor proximidad física convive con las más sangrantes desigualdades
entre las personas.
Asumir responsabilidades y compromisos en los distintos
espacios de la vida nos lleva a tejer relaciones con personas de distintos
ámbitos, a hacernos presentes en espacios y foros diversos, y a la necesidad de
aventurarnos a salir de nuestros propios terrenos afianzados para aprender a
situarnos, leer y mirar desde la mirada del otro, en la búsqueda de la
comprensión mutua, a veces desde posiciones muy lejanas.
Parece que son tiempos en que, en los ámbitos social, político,
eclesial... se nos llama a hilar especialmente fino, a saber tender puentes y a
lanzarnos hacia diálogos que no sabemos a dónde nos llevarán.
Intentar vivir esos días de Semana Santa con cierto
sentido creo que tiene algo de tomar esta conciencia. Mirar al Crucificado, más allá de la devoción
y los sentimientos populares que inundan las calles estos días, es reconocer
que son pocos los caminos y trayectorias que no se han forjado bajo una base de
injusticia, desigualdad y muerte.
Aceptar que no podemos mirar la realidad de un modo
neutro, que estamos condicionados por una historia, quizá privilegiada, quizá
no, que nos ha situado en la posición en la que estamos y que esto, a quien
más, a quien menos, nos pone sobre los hombros una responsabilidad importante para
con los demás seres con los que compartimos nuestra andadura.
Mirar al crucificado no es mirarlo plenamente si no nos
incomoda, nos descoloca y nos moviliza. Aceptar este seguimiento, adherirnos a
este proyecto no será una decisión real si no comporta un elemento de
subversión con nosotros mismos y con los órdenes establecidos en este mundo.
Actualizar esta historia, que es nuestra historia, es
asumir que la primera y más crucial de las opciones es la de elegir desde qué
rincón nos situamos para mirar el mundo. En favor de quien, definitivamente,
estamos dispuestas y dispuestos a tomar partido, a leer la realidad, a escribir
la historia y a dejarnos la vida.
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