
Cuando tantas mujeres anónimas viven en la sombra de
un mundo que sigue pensando, sintiendo y expresándose en masculino, el
Evangelio, siempre nuevo y subversivo, le da la vuelta a las cosas y nos
muestra, para una Iglesia y un mundo al que aún le quedan grandes pasos que
recorrer para alcanzar la igualdad entre sexos, que es la mujer o, mejor dicho,
las mujeres, las que, inmersas en la rutina del día y el afán de su tarea, descubren
los signos de la Resurrección. Las mujeres, las privilegiadas depositarias del
acontecimiento insólito que se da en medio de lo cotidiano.
Mi tía Mercedes debió de ser una de esas mujeres que,
según narra Lucas, madrugaron el primer día de la semana y “muy de mañana, fueron al sepulcro llevando
los aromas que habían preparado” y allí “encontraron
que la piedra había sido retirada del sepulcro y entraron, pero no encontraron
el cuerpo del Señor Jesús” (Lc 24,1).
Quizá porque, como ellas, ninguna pasará a la
historia colgándose los galones de un gran descubrimiento y, sin embargo, llevan
en vasijas de barro la experiencia de
toda una vida entregada a los demás. Un servicio de rebeldía y radicalidad
incansable en la opción por los pobres y la justicia al tiempo que el cuidado y
la ternura anónima y paciente.

Y es imposible entrar en ese dinamismo si no
asumimos la dimensión y la óptica de los pequeños, de lo pequeño. Y también la
de lo débil, lo roto, lo frágil, lo imperfecto.
Mi abuela Margarita debió de ser esa suerte de
matriarca, de gran madre de familia que, con pocos recursos y mucha voluntad y
carácter, sacó a una familia grande adelante, sin olvidarse de compartir con
los que menos tenían en unos años muy difíciles.
Con cariño recuerdo una anécdota que me contaron de
cuando éramos pequeños en la que, en una ocasión, aprovechando la ausencia de
mi padre (que había decidido no
bautizarnos de pequeños a mi hermana y a mí por respetar nuestra libertad) mi
abuela Margarita cogió a mi madre y le dijo: “Ahora que se ha ido ese cabrón de mi hijo, vamos a ir corriendo a la
iglesia a llevar a los niños al cura para que los bautice antes de que vuelva.”
Toda una manera de estar en el mundo temperamental y
apasionada que una caprichosa y negra sombra de destino quiso sumir en la mayor de las oscuridades con la enfermedad
del Azheimer, que la ha consumido
durante veintiún largos años.
Quizá tenga razón mi hermana cuando dice que
precisamente es la persona más ausente la que al final se convierte en la más
presente cuando todo el cuidado gira en torno a ella.
Ahora resultará extraño pasar por la habitación y
ver una cama vacía, a pesar de que llevaba mucho tiempo siendo un lugar
silencioso del que se podría haber pasado de largo en el que, aparentemente, no
ocurría nunca nada: una estancia en la que solo se vislumbraba una respiración
serena y cadenciosa, unas manos que mantenían su robustez en la lucha fatigada
y una mirada de ternura dirigida desde la oscuridad del mundo, desde el abismo
de la memoria.
Un doloroso proceso de degeneración que solo
encuentra sentido en la entrega incansable de una familia y, especialmente, la
de mi tía Mercedes que, después de dedicar los mejores años de su vida a Mozambique
(en donde sigue latiendo su corazón al lado de los más pobres) como franciscana
misionera de la Madre del Divino Pastor, renunció a esa vida para acompañar a
Margarita en su marchitarse hasta pasar de
este mundo a su presencia en la serena mañana del pasado Viernes Santo.
“Algunos recuerdos se borran de la memoria,
pero nunca del corazón.”
Así rezaba un spot publicitario que, hace algunos
años, hacía campaña contra el Azheimer.
Solo con el corazón se puede leer el fruto de las
manos vacías, de la entrega terminal. Y es toda una invitación a la
Resurrección, a seguir madrugando cada mañana para perfumar los sepulcros
vacíos que nos ayudan a ver que la vida solo se suma, se multiplica y se
renueva en el cuidado generoso de lo frágil, lo roto y lo olvidado.