La noche romana
tiñe con su barniz
de silencio
sacramental
la historia que
exhalan las grietas de la piedra milenaria.
Los pasos se dejan
conducir
por la intuición
de los jardines y las plazas
que custodian, en
celosa intimidad,
el hilo secular de
las fontanas.
Su cadencia, su
música lejana,
hace retornar la
mística primera,
nos devuelve al
año, el mes, el punto, el día
en que fue
aquel verano de
1959,
su belleza
derramada,
el delirio de
Nerón
o la eternidad de
Laura que Petrarca nos legó.
Infinitas
escalinatas se alzan, ambiciosas, hacia un cielo
que solo besan las
cúpulas y estandartes
de la hegemonía
cristiana.
La fe arrastra sus
mantos púrpuras
por pasadizos y
galerías
en cuyas paredes
se marchitan
antiguas
expresiones eclesiásticas
y el balcón se
conmueve al recordar, con nostalgia,
las palabras de la
luna en la vigilia del mundo.
Todavía las
escucho.
Todavía puedo
escucharlas.
Todavía puedo
escuchar el amor que se proclama en las periferias de las plazas.
¿Es un sueño, una
quimera ilusoria?
Somos nosotros.
Todavía seguirá nuestra
juventud bailando, inconsciente y eterna,
sobre las ruinas de la memoria.