La
semana pasada asistí al Congreso de Teología en la sede de CCOO en Madrid.
Espacio fronterizo, impregnado de historias periféricas, de reivindicaciones
indomables, de voces ajadas por el tiempo y de discursos utópicos, a veces
fatigados por el desencanto de la derrota, pero con aliento vivo y firme de
Espíritu y de alegría revolucionaria.
Entre
los testimonios, el de un sacerdote que, alejado de los círculos
institucionales, ejercía su ministerio en los frentes del sufrimiento y el
fracaso de los jóvenes, jóvenes azotados por la droga, el abandono, la derrota y la exclusión
social.
Su
voz exhibía la vivencia de aquel cuya rutina es la de bucear en los pozos del
dolor y restañar las heridas de los vencidos, mensaje duro y directo, sin
ambages ni complacencias vanas y, a pesar de todo, lleno de una frescura, un
humor y un vitalismo humano que contagió a todos los asistentes.
En
una de las historias que puso sobre la mesa, hablaba de las secuelas
psicológicas de un chaval a quien, tras pasar siete años en la cárcel, nadie
esperaba al otro lado de los barrotes. “Qué
duro tiene que ser pasar siete años en la cárcel y, a la salida, no encontrar a
nadie esperándote”.
Esta
frase, lapidaria y sin necesidad de apostillas, zarandeó mis reflexiones sobre
la espera, la ausencia y el abandono y, leyendo mi historia reciente, me llevó
a mirar mi vida y a sentirme inmensamente afortunado y agradecido.
Han
pasado solo dos semanas desde mi llegada a Madrid, a esta metrópoli de culturas
y miradas heterogéneas que se cruzan y se encuentran desfilando por vías subterráneas
y paisajes urbanos que acogen, en el día bullicioso y la noche bohemia, los rostros
del protagonismo y del anonimato, de la soledad multitudinaria y la muchedumbre
disgregada en caminos de ida y vuelta, rincones habitados y esperas azarosas.
Al
llegar, ya estaban esperándome. La casa preparada, la mesa puesta y un lugar de
trabajo que respiraba el poso de toda una herencia de jóvenes que me han
precedido en trabajar para que desde el estudio se promueva la lucha contra las
injusticias y la opción por los más pobres, aquellos a los que nadie espera al
otro lado de la frontera.
De
fondo, el Crucificado en los miles de nombres abatidos en las Gazas, los Iraks,
los hogares desahuciados, las sillas vacías en las aulas de los institutos y
las universidades, las vallas ensangrentadas…
La
Juventud Estudiante Católica, sueño de una juventud perpetua y rostro de una
Iglesia que se funde y sedimenta en la tierra del mundo estudiantil, nos ha
dado la oportunidad de trabajar intensamente por un proyecto al que ya venimos
tiempo dedicando esfuerzos, luchas e ilusiones.
Y
Madrid, urbe forastera y conocida, abre las puertas de su galería de
oportunidades personales, culturales y sociales, entintando las páginas de un
relato coral al que queremos aportar un nuevo y emocionante capítulo.
Gracias.
La fuerza de la cruz es la de la resurrección, aquella que hace que se pueda salir del calvario de la soledad agrietada del alma, con la confianza firme de que siempre El estará amando y esperando, aunque sea de noche. Ese poder de la resurrección nos ha sido dado para el Reino avance y podamos entrar en él de la mano de los crucificados de la historia. Madrid...al cielo.
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