Hace
un par de días, Fernando Trueba, con
motivo de la presentación de su última película en un programa de televisión
sostenía que el cine es la única memoria verdadera para un país. Si una persona
se pasa todo un año leyendo periódicos y viendo telediarios de un determinado
lugar no logrará capturar una idea tan clara de la realidad de un pueblo como a
través del cine que tiene como trasfondo la cultura, las formas de vida , de
pensar y de sentir del mismo.
Se
emitió, al hilo de la entrevista, la película El año de las luces, film que
retrata el despertar del amor, la sexualidad, la vida y el deseo emergente en
un joven de quince años que es internado en un sanatorio de la frontera
portuguesa, luces que alumbran el oscuro trasfondo de la posguerra y el inicio
del franquismo en el año 1940.
Curiosamente
o quizá muy premeditadamente, El año de las luces forma un díptico con la más conocida obra del director Belle époque, recreación bucólica y alegre de
una época perdida o bien la nostalgia de lo que pudo ser y no fue: el
preludio, en 1930, de la Segunda República Española que el largometraje refleja
como el ilusionante horizonte que se dibujaba en una España donde florecía la libertad de
pensamiento, el deseo de vida y el anhelo de progreso.
A
mí, personalmente, me resulta inevitable intentar retrotraerme e imaginar esa
época, época en que mis abuelos nacían o daban sus primeros pasos, y
preguntarme qué hubiera ocurrido si ese horizonte no se hubiera visto tan
brutalmente ensombrecido y silenciado por la barbarie de una guerra civil y la
negra estela de una dictadura de cuarenta años.
No sé qué
habría pasado si nuestros más brillantes intelectuales, poetas y artistas no se
hubieran exiliado, o hubieran sido silenciados o encarcelados y si el
aislamiento social, económico y
político, así como la represión no hubieran lastrado el desarrollo de nuestro
país durante tanto tiempo.
Los
que me conocen bien saben que no creo en la idea de destino, de que “ las cosas
pasan porque tienen que pasar” sin más vuelta, puesto que para mí supone
asumir la derrota y abnegación que significa aceptar que no llevamos el timón,
que no controlamos las riendas de nuestra vida.
Por eso no
creo que los acontecimientos del pasado fueran inevitables y sólo así podíamos
aprender de ellos. Por eso creo que asomarnos a la historia supone aprender de
los errores pero también reconocer a tantas y tantas personas que, con sus
afanes y su vivir diario y cotidiano eran dueños y capitanes de sus vidas a
pesar de que otros tantas veces se hayan enfundado el poder de dirigir y
condenar sus destinos.

Son los
mismos que preconizan una veneración a una Carta Magna según ellos intocable que hace tiempo que
vendieron al mejor postor.
Ante
ello, reafirmo el desafío, la necesidad y la responsabilidad de repensar y
cuestionar nuestro sistema y considerarnos autores y sujetos de una
historia que debemos escribir nosotros, sin dejar que los políticos, los bancos
o la economía dirijan y conduzcan nuestro destino al irremisible naufragio al
que parecemos abocados.