Uno de los primeros recuerdos que
guardo de mi infancia es la emisión del Batman
de Tim Burton que la primera cadena de Televisión Española realizó en la
tarde del 31 de diciembre de 1994. Estaba en casa de mis primas, en mi pueblo
y, una vez empezó, corrí lo más rápido que pude a la de mis abuelos
maternos (apenas un minuto cruzando la calle) para poner a grabar la película en
una cinta VHS. Las cosas eran así, con el cine y con la música: metías el
casete y apretabas el botón de REC cuando te dabas cuenta de que estaban echando
por radio o tele lo que te interesaba. Así las cosas, la película –que seguí
disfrutando con repetida fascinación gracias a aquella grabación casera repleta
de anuncios publicitarios noventeros– la concebí durante mucho tiempo sin la
maravillosa secuencia de créditos inicial orquestada por Danny Elfman. El
hallazgo, muchos años después, del fragmento perdido, tuvo para mí tintes de
revelación prodigiosa.
El
Batman interpretado por Michael Keaton con aquella inoperativa armadura de 45
kg es parte de la memoria emocional de la generación de niños que crecimos,
jugamos y soñamos en los años noventa. Hace unas semanas se estrenó The Flash, nueva entrega de la saga de
superhéroes de DC Comics que está
tratando de echar un pulso comercial a su veterana competidora Marvel. El principal reclamo de la
película era volver a ver a Michael Keaton, con 71 años y habiendo pasado más
de 30 desde la última vez que interpretó al hombre murciélago, enfundado de nuevo
en el traje de Batman. La película, que transita entre el puro cine de acción
palomitero y la comedia norteamericana, acaba derivando en un trascendente drama
con tintes filosóficos.
Pero
lo emocionante para los que rebasamos la treintena era volver a ver a Keaton,
en plena forma, como mentor experimentado de los nuevos superhéroes y como abuelo
veterano (al parecer lo primero que hizo al volver a ponerse el traje fue
pedirle a un técnico que le hiciera una foto para su nieto) decir aquello de
«Soy Batman».
Las
coordenadas de las que se sirve el director argentino Andy Muschietti para el
festival nostálgico son las del multiverso: una compleja red de realidades
paralelas en espacio y tiempo que funcionan manteniendo una relativa armonía;
armonía que rápidamente –el cine se ha encargado sobradamente de demostrarlo–
se puede truncar con la más mínima alteración que uno realice en cualquier
inocente viaje al pasado o al futuro. Pero la premisa de partida es bastante
dramática: Barry (Ezra Miller), un adolescente que compagina su actividad
académica con una torpe vida sentimental y con su acción como superhéroe, vive
atormentado por la muerte en misteriosas circunstancias de su madre,
interpretada por Maribel Verdú. Un día decide aprovechar sus poderes para
viajar al pasado y evitar el asesinato de su progenitora. Sin prever las
consecuencias de esta alteración espacio-temporal llegará a otro universo
paralelo en el que su madre podrá verlo crecer, pero en el que la realidad ha
experimentado mutaciones de gran calado.
Será
en aquella nueva realidad distópica, ensombrecida por una amenaza que remite al
actual contexto bélico y en la que muchos de sus referentes han desaparecido,
donde él –ahora un simple joven cuyos poderes se han transferido a su doble en
ese universo– conocerá al Batman retirado. Y, evidentemente, lo
convencerá para enfundarse en su traje una vez más.
En una orgía visual final en la que todos los universos se cruzan y entremezclan, el cinéfilo tendrá oportunidad de volver a ver a muchos de los superhéroes que han poblado la historia del cine y la televisión (desde el Batman sesentero de Adam West hasta el Superman de Christopher Reeve), atrapados en un tejido de paralelos mundos metacinematográficos. Barry provocará una vorágine de devastación con el deseo de alterar continuamente el pasado para evitar la muerte de su madre y sus amigos.
Y, finalmente, llegará a una desoladora constatación ante
la confesión terminal del Batman de Keaton: hay cosas del pasado que nunca
podrá alterar, aunque la nostalgia le empuje a movilizar una y otra vez sus
poderes en esa dirección…en definitiva, tratar de volver al pasado tiene
consecuencias.
A
estas horas es difícil prever con acierto cuál será el paisaje con el que
despertará España dentro de dos días. Con esta nueva política de bloques que ha
sustituido al bipartidismo como forma de articular las mayorías, la balanza se
inclinará hacia un lado u otro, seguramente por una diferencia mínima. Pero este
resultado condicionará notablemente el camino de un país en un contexto diferente
en el que, por primera vez, algunos de los derechos sociales más vigorosamente
conquistados en las últimas décadas pueden estar en juego. Hay heraldos de la
nostalgia que pretenden sintonizar el día y la hora en un momento histórico en
el que la divergencia sexual era condenada y señalada por las instituciones.
Quieren devolvernos al imaginario en el que las mujeres no eran víctimas de violencia
de género, sino sujetos pacientes de «crímenes pasionales». Y, por supuesto, clausurar el concepto de
patria en un cerco reducido que sigue dejando, entre otras cosas, que se hundan
en el mar multitud de proyectos de vida deseosos de arribar a nuestras costas
en busca de un futuro mejor.
Piensan
que es posible sintonizar con esa España que anhelan alterando, sin más
consecuencias, un ecosistema social que se ha ido gestando en las últimas
décadas a fuerza de alimentar tejidos y de echar raíces en los terrenos de lo
colectivo, lo compartido, lo comunitario. Convendría remitirles a las palabras
del viejo Batman, que ha renegado de empujar a sus seguidores a luchar por reinstalarse
en los pazos de la nostalgia. Si no fuese posible con las urnas, desde los
movimientos sociales tendremos la urgente tarea de recordarlo. Y, si fuese
necesario, de volver a poner el corazón y las manos para reconquistar el
terreno perdido.