En
el verano de 2019, al final de un concierto de música antigua celebrado en el
marco del festival que unos buenos amigos organizan cada año en Callosa d´en
Sarrià (Alicante), recibí un mensaje de correo electrónico que daba luz verde a
un proyecto del que andaba tiempo detrás. El mail en cuestión, muy escueto pero
entusiasta, era de Jesús Juárez Párraga, por aquel entonces arzobispo titular
de la diócesis de Sucre (Bolivia): «Personalmente estoy muy entusiasmado con la
iniciativa que se debe hacer realidad (…) espero me indiques qué caminos hay
que seguir para hacer realidad este sueño». Semanas antes yo me había dirigido
a él por el mismo medio compartiendo una especie de anteproyecto de tesis
doctoral centrado en la «recuperación» (palabra que hoy me chirría
terriblemente) de la música de la Catedral de la Plata, hoy Sucre.

Quizá
por la inevitable idealización mediada por el cine (imposible no pensar en las
imágenes de La Misión, de Roland
Joffé, subrayadas por la inolvidable banda sonora de Ennio Morricone), desde
que comencé el máster en Música española e hispanoamericana de la Universidad
Complutense de Madrid sentí una atracción hacia el repertorio del periodo barroco
cultivado en la América colonial. Por eso, y quizá por la gran cantidad de
miradas de la realidad compartidas con gente de este continente que me han
aportado los caminos de la militancia social y estudiantil.
La
profesora Victoria Eli, referente de la musicología a nivel internacional y
casi una madre espiritual que arropa a las nuevas generaciones que nos
embarcamos en el camino de los estudios americanos, me habló de los fondos
musicales de Sucre y de la inquietud del prelado por la música. La ciudad
–también llamada Chuquisaca– fue durante casi trescientos años sede de la
poderosa Real Audiencia de Charcas y del Arzobispado de La Plata,
pertenecientes primero al Virreinato del Perú y posteriormente al Virreinato con
capital en Buenos Aires. El cultivo de la música tuvo aquí un desarrollo sin
precedentes, del que da cuenta el fondo musical Iglesia Catedral de la Plata, custodiado
en el Archivo Nacional de Bolivia: se trata del repositorio de música colonial
más grande de toda América.

Así
las cosas, me animé a escribir al arzobispo aportando mi currículum musical y,
también, por si aquello sumaba, recabando avales que acreditaban mi trayectoria
de militancia en los espacios eclesiales, las dos cosas en las que he gastado
lo mejor de mi juventud. La noticia fue acogida con más ilusión, si cabe, del
otro lado: el Departamento de Musicología de la UCM leyó aquella como una
oportunidad estupenda que había que respaldar y aprobó la propuesta de tesis. La
catedrática Cristina Bordas, que llevaba unos meses tutorizando la realización
de mi Trabajo de fin de máster, accedió a ejercer como directora de tesis.
Con
todos estos apoyos se iniciaba un camino novedoso para mí. Yo, que me había
formado como intérprete de piano y clave en los conservatorios superiores de
Badajoz y Madrid, apenas había empezado a entender lo que era la musicología
unos meses antes. Resonaban en mí las palabras del profesor Gerardo Arriaga,
quien nos ha dejado recientemente: «la
musicología trata de cómo la música se relaciona con todo lo demás». En esa
línea, me habían estimulado mucho los diálogos en torno a la historiografía, la
sociología, los estudios de género... Y, especialmente, las nuevas perspectivas
sobre la música de los siglos xvii y xviii en Latinoamérica, enfoques que
superaban la mirada colonialista y eurocéntrica e incidían en una comprensión
diferente de este patrimonio y su interpretación.

Las
lecturas de investigadores como Bernardo Illari, Leonardo Waisman o Javier Marín
me dieron vuelo y me impulsaron. Muy diferente estaría siendo el proceso sin
estos referentes científicos de primer nivel que, llegado el momento, han sido
inmensamente generosos al abrirme plenamente las puertas de su casa, de su
comprensión del arte y la cultura americanas, y de la misma vida.
Los
meses intensivos del máster me habían amueblado la cabeza y habían sentado las
bases para iniciar esta andadura. Lo que vino poco tiempo después es conocido
por todos. La pandemia de la COVID-19 cercenó prematuramente multitud de vidas
y puso coto a todas nuestras aspiraciones, clausurando el presente y dejando la
expectativa del futuro en un suspenso plagado de incógnitas. Algunos días
después del correo del arzobispo de Sucre, un chico joven –pero enfundado en
atuendos antiguos y con una expresión de porte dieciochesca– me había agregado
a Facebook presentándose como el maestro de capilla de la Catedral y mostrando
su disponibilidad para guiarme en ese camino: Gabriel Campos.

La pandemia hizo
que este encuentro, previsto para 2020, se haya postergado nada menos que tres
años. Pero el confinamiento terrible me permitió (cuando las noticias de cerca
y lejos no martilleaban la paz) enfocarme plenamente en este proyecto, buscando
vías de financiación y sumergiéndome en todas las lecturas a mi alcance.
En
medio de todo eso no han pasado pocas cosas: el comienzo de un contrato de
investigación y docencia en la Universidad Complutense de Madrid y las
estancias de trabajo en el Archivo General de Indias, que abonaban el terreno
para lo que estoy haciendo ahora... y, por supuesto, la primera experiencia en
suelo americano en Buenos Aires, que hizo que mi mapa de afectos esté ya irremediablemente
dividido por el océano Atlántico y repartido entre dos fragmentos de mundo.
Mientras
escribo estas líneas estoy en una terraza de un hotel de Sucre en el barrio de
la Recoleta, al pie del Sica Sica y el Churuquella, los dos cerros que coronan
el nacimiento de la ciudad, a pocas horas de mi primer encuentro con el arzobispo
Juárez, quien acaba de regresar de un viaje por Europa. Aunque el invierno ha
irrumpido con fuerza hace un par de días con unas temperaturas que la gente de
aquí no recuerda desde hace veinticinco años, le cuesta desafiar la amabilidad
de un clima que nunca suele ser –por lo que dicen– ni demasiado gélido ni
demasiado caluroso.

En un mes y medio me he acompasado a Sucre en una rutina
diferente, alejada del frenetismo de las grandes urbes como Madrid y Buenos
Aires, y más cercana a la cadencia de la vida en mi Extremadura natal. La
ciudad es, como dice Gabriel Campos, la ciudad de la música, de la gastronomía,
de la historia. Sucre es también la ciudad de las genealogías. Hay una realidad
que, como ha percibido Cristina Bordas en las descripciones que le he ido compartiendo
desde mi llegada, discurre en paralelo a lo cotidiano, impregnada con una
suerte de realismo mágico que nos conecta con el mundo perdido de varios siglos
atrás. Cada edificio, cada rincón está teñido de historia. Pareciera que en
algunos aspectos nada ha cambiado desde el siglo xviii. Buceando entre la documentación de archivo no es
extraño encontrarte los nombres de los antepasados de las personas con las que
hoy te cruzas por la calle, compartes atril en un ensayo de la Capilla musical
o dialogas en torno a una mesa degustando un buen vino producido en la altura
de los valles de Tarija…
