Durante el último año y medio han sido varias (la mayoría, mujeres) las personas de mi entorno más cercano que me han confesado haber sido
víctimas de abusos sexuales.
No hablo de conocidas, ni de amigas de amigas. Hablo de
gente a la que veo casi todos los días, con la que comparto vida, rutina,
espacios, compromisos, proyectos y opciones y que, de manera inesperada, en un
determinado momento de intimidad, sinceridad y escucha mutua, han sido capaces
de abrirse y expresar una verdad dolorosa y traumática soterrada en el baúl de
un pasado (en alguno de los casos, muy reciente) que, en su momento, debieron
gestionar con incomprensión, soledad y culpa. Episodios que posteriormente han
intentado olvidar pasando página pero que, inevitablemente, afloran desde el
fango a la superficie y hacen disparar continuamente alarmas emocionales,
afectivas, sexuales, físicas y psicológicas en forma de miedo, bloqueo o
ansiedad ante muchas situaciones de la vida ordinaria.
Si le ponemos nombre a los hechos podemos hablar de
violación consumada o no en estado de embriaguez, forzamiento a practicar sexo
oral de manera repetida bajo amenaza e intimidación o abuso sexual continuado a
personas menores de edad.
Ninguna denunció a los agresores que ejercieron la violencia
sexual sobre ellas. Quizá no los conocían, o no los recuerdan, o prefieren no
recordarlos. Han recurrido a ayuda técnica, personal y comunitaria, y han
abrazado la causa feminista con la determinación del pensamiento, la pasión del
corazón y la mirada colectiva que lleva a la militancia activa.
Desde ayer, el tema que copa todas las conversaciones
físicas y virtuales y las noticias, hilos y publicaciones de las redes sociales
es la polémica resolución del juicio contra la manada. Confieso
que yo, que dediqué prácticamente todo el día a asuntos de gestión musical,
pude leer el relato de los hechos en un desplazamiento en metro a través del
móvil y tuve que parar porque sentí un mareo y unas náuseas que me hacían tambalearme. Confieso
que recibí la convocatoria de la concentración a las 20h. frente al Ministerio
de Justicia y me sentí incapaz de ir. Decidí desconectar el móvil y buscarme un
lugar tranquilo donde parar y silenciarme ante el dolor y la injusticia, en la
respuesta a la sinrespuesta que únicamente encuentro en la oración, el
silencio y la contemplación.
Confieso que, al final del día, y volviendo inevitablemente
algunas de las imágenes de la narración a mi cabeza, no pude evitar pensar en todos
los comentarios, comportamientos, gestos, palabras y actitudes machistas que me
he permitido a lo largo de mi vida (solo basta que uno se dé un paseo de repaso
por algunas de las frases más estelares de su pandilla de amigos en la
adolescencia)
Sentí, por primera vez, asco y rechazo de mi propio cuerpo,
como parte de ese todo que, desde la posición de poder y
superioridad, ha subyugado, dominado, forzado, violado y silenciado a tantas
mujeres a lo largo de la historia, y sigue haciéndolo hoy.
El debate semántico sobre las palabras “abuso”, “agresión”
o “violación” o la sola imagen de una sala donde los magistrados y el
público visionan una y otra vez una secuencia de brutalidad ininterrumpida de
96 segundos para discernir si las relaciones sexuales son consentidas o no, si
el gemido es expresión de dolor o de disfrute, es un nauseabundo y descarnado
espectáculo que alerta, de modo sintomático, de lo putrefacto de un sistema
deshumanizado y que no pone el foco de atención en la verdad central sobre la
que pivota lo que ha desatado tanta ira e indignación en estos días: la
perpetuación, de manera institucionalizada, normalizada y, por lo que hemos
visto, legislada y legalizada, de un sistema de relaciones de poder que deja a
la mujer vulnerable ante el control y el acceso sistemático sobre su cuerpo y sobre su
vida que el hombre ejerce sobre ella.
La violación en grupo es solo la culminación aberrante de
este sistema, cuyo engranaje se nutre de mil gestos, actitudes y dinámicas
cotidianas y que no es, como sabemos, patrimonio exclusivo de un ambiente
desenfrenado y salvaje como el de unos Sanfermines.
También en el mundo en que me muevo, el del arte, la música
y la cultura (supuestamente espacio privilegiado de sensibilidad y humanidad)
he sido testigo y confidente de dinámicas de poder ejercidas por alumnos y,
especialmente, profesores (en muchos casos con la connivencia de compañeros de
profesión) que, desde una posición de privilegio e, incluso, de admiración en
el plano artístico por parte de sus alumnas, las han humillado, las han
machacado psicológicamente y las han intentado arrastrar a dinámicas de
dependencia emocional y sexual.
He acompañado procesos de compañeras que han sufrido estas
experiencias y han llegado incluso a abandonar sus centros de estudios y sus
carreras en algunos casos.
La única respuesta posible es la que vimos ayer y la que ha
llenado las portadas de la prensa hoy: la colectiva, la que genera lazos
comunitarios, de pertenencia y hermandad (a la consigna “Yo sí te creo”
se ha añadido la palabra hermana); la que no culpabiliza, victimiza
y señala a la mujer (no ha aparecido en ningún medio la identidad ni la imagen
de la chica que sufrió la violación múltiple) y sí enfoca a los verdugos y
apunta con el dedo lo estructural y sistémico de la injusticia. La que arropa,
moviliza, genera conciencia colectiva, cultura y pensamiento.
Hoy me decía uno de mis mejores amigos, que está a punto de
acabar la carrera de Derecho, indignado con la resolución de la sentencia:
“El número de magistradas va subiendo cada año, y las
chicas que entran en la carrera aumentan. Que dentro de tres años tendremos más
magistradas, más juezas, más abogadas, nos da esperanza en que la aplicación de
las leyes pueda cambiar”
Probablemente hubiera habido otra resolución si hubieran
sido tres mujeres quienes juzgaran el caso, pero esta es una tarea de todas las
personas, mujeres y hombres, que abarca lo educativo, lo social, lo cultural,
lo político.
Y quizá, como hombres, deberíamos más veces pararnos para
que otras alcen la voz y silenciarnos para discernir y depurar nuestro pensar,
ser y hacer en un camino de continuo aprendizaje y desaprendizaje. Y confiar
nuestro silencio (no cómplice, sino compañero) al grito de las que tienen que
seguir, con nuestro apoyo, abanderando una lucha y un cambio que, como vimos el
pasado 8 de marzo y ayer, ya es imparable.