Con
un sol de justicia quemando la dureza de una tierra manchada de olvido y la
aridez de un paisaje indomable, Claudia Cardinale se bajaba del tren para
saldar las cuentas con un pasado que se resistía a desaparecer. Hasta que llegó su hora o, en su
traducción original, Érase una vez en el
oeste (Sergio Leone, 1968) suponía para el western, género cinematográfico icónico-masculino por excelencia,
la primera vez que una mujer, más allá de ser mero objeto y causa de disputas entre
grandes arquetipos de virilidad, ocupaba el eje central de una trama y asumía
en soledad el timón de un destino personal, histórico y colectivo.
La
maravillosa película que el romano Sergio Leone dirigió en 1968, ambientada en
las postrimerías de la Guerra de Secesión americana, representaba el epílogo de
un mundo que se extinguía y la obertura de un nuevo tiempo marcado por el
nacimiento de la modernidad.
A
un lado, el salvaje oeste, universo de antihéroes solitarios, historias
individuales de lucha y redención y tierras sumidas en el abandono. Al otro, la
belleza italotunecina y la inspiradora personalidad de Claudia que, con el tren,
traía las medidas del futuro y la civilización y un nuevo orden de la vida marcado
por la comunicación y la apertura al exterior.

El
momento social y político que atraviesa nuestro país, con el debate territorial
encima de la mesa al hilo de la cuestión catalana, ha surgido como un tiempo propicio para
reflexionar sobre el marco de convivencia que regula la vida de las gentes en
el espacio que compartimos. Hace tambalearse, desde el plano lingüístico, la
objetividad de ciertos conceptos acuñados y asumidos como inamovibles en
nuestra conciencia colectiva (Estado, nación, región) y ha hecho,
desgraciadamente, resucitar ciertos fantasmas que desfilan bajo la forma de
excluyentes radicalismos identitarios de diverso signo. Cuando las bandeas
ondean no como expresión de la pertenencia geográfica que enraíza y da
identidad y riqueza a la vida de los pueblos, sino como ariete de la diferencia
y emblema de la confrontación, el diagnóstico de nuestra sociedad empieza a
pasar de grave a muy crítico.
Pero
toda esta coyuntura apunta y pone el foco también en una herida sangrante que
nos hace tomar conciencia de la injusticia y la enorme brecha de desigualdad
que padecemos entre nuestros propios territorios.
Extremadura
es la única comunidad autónoma sin un kilómetro de vía férrea electrificada, ni
vía doble, sin líneas de larga distancia. Quienes vivimos fuera de ella sabemos
lo que es viajar en esos trenes antiguos que, a menudo, salen con retraso, se
detienen en mitad de su trayectoria y no invierten menos de seis horas en un
recorrido que, en coche, se realiza en poco más de tres.
Nuestra
región es una de las más pobres, con una realidad rural profundamente
desatentida y con una riqueza cultural, social e histórica poco reconocida y
valorada.
La
reivindicación por un ferrocarril decente viene tomando forma desde que, hace
varios meses, la ocurrente plataforma ciudadana Milana bonita, formada por personas que homenajeaban a los costumbristas
personajes de Los santos inocentes,
se presentaron en la estación de Atocha denunciando el abandono y el olvido de
las tierras extremeñas por parte de las instituciones y reclamando un sistema
de transportes digno que facilite nuestra conexión con el resto de territorios
del Estado.
Ayer,
miles de personas se congregaron en la capital y clamaron por un Tren digno para Extremadura. A pesar de
la reivindicación unánime, hay voces críticas que apuntan que la instalación
del AVE podría significar la llegada de un medio cuyo uso no estaría al alcance
de todas las personas y podría suponer un desmantelamiento encubierto de la vía
de la plata, señalando como mejor solución la habilitación de un tren convencional
de altas prestaciones y sostenible.
Pero
es indudable que, salvando estos matices importantes que marcarán la diferencia
entre una resolución del tema arbitrada solo por políticos o que mire, escuche y
se consensue con las voces de otros colectivos, esta lucha, a la que se han
sumado con vigor los obispos de las diócesis extremeñas respaldados por sus
presbiterios y el conjunto de personas laicas, comunidades y movimientos que
formamos la Iglesia, sirve para poner otros acentos en medio del esperpéntico
escenario social y político actual de esta España nuestra.
Y
afirmar, con urgencia, que el diálogo en torno a los territorios, las fronteras
y las identidades al que estamos abocados si queremos concebir un nuevo marco
de convivencia en que todas las personas estemos a gusto no será equitativo,
exigente y con planteamientos verdaderamente humanos (y, ¿por qué no,
cristianos?) si no se ilumina con serias implicaciones políticas, sociales,
económicas y fiscales y con criterios de justicia y solidaridad entre los
pueblos que sepan poner la mirada y el corazón en las personas y comunidades
más pobres, olvidadas y desfavorecidas.