Con el gesto derrotado, el alma
atormentada por el horror de la guerra y el anhelo de justicia y de redención
como obsesión vital , el excombatiente Ethan Edwards, inolvidablemente
interpretado por John Wayne en Centauros del desierto (John Ford, 1956)
emprendía un viaje crepuscular hacia la búsqueda de la mirada tierna de una
niña, su sobrina, que los indios comanches (salvajes estereotipados en el
imaginario patriótico-poético del western clásico norteamericano) secuestraron
vilmente, arrebatándole la infancia con una muñeca entre sus manos.
El personaje de Wayne apenas
disimulaba su racismo, odio y aversión hacia una raza, sentimientos que había ido fraguando, a lo largo de su vida,
en su lucha militar y sus conflictos interiores. Y el emprender esa búsqueda para
encontrar y rescatar a su sobrina junto a un joven mestizo le pone en continuo
contraste y cuestionamiento con sus valores más arraigados en un recorrido que
se torna una suerte de viaje iniciático, un camino de descubrimiento personal y
colectivo donde aflora y se revela la cara más esperanzadora al tiempo que la
más terriblemente desgarrada y cruel de la especie humana.
Cuando, tras todo aquel periplo,
Wayne encuentra finalmente a su sobrina en medio del campamento comanche,
descubre, desolado, que ya no queda nada en ella de aquella niña que fue. Se
trata de una desconocida que se ha inculturado totalmente en la vida y las
costumbres de los indios, fiel servidora de una causa bélica ajena a su origen
y que reniega y rechaza cualquier vínculo con su vida, su identidad y su
historia anterior.
Tras los atentados de la semana
pasada en Cataluña, el autodenominado Estado Islámico ha lanzado el primer
vídeo en que amenaza abiertamente a España con nuevos ataques, reivindicando
las muertes de Barcelona y apelando a la reconquista de Al Ándalus como tierra de
califato. Y lo hace un chico español, originario de Córdoba, que se expresa
en la lengua de Cervantes y de Cortázar.
Las reacciones no se han hecho
esperar y, después de una semana de shock,
de alarma social y de una enorme polarización del pensamiento en la opinión
pública y, especialmente, en las redes sociales, parece bastante terapéutico,
lógico y legítimo (muy a pesar de algún periodista de El País) reivindicar el
humor al ridiculizar la figura de Yassin, "el hijo de la Tomasa", como una respuesta sanadora de una
sociedad conmocionada a quienes pretenden sembrar el terror, uniendo esto a la
solidaridad con las víctimas y al grito unánime de "No tinc por".
Muchos han sido los memes, los
vídeos y los comentarios ocurrentes e ingeniosos que hacen burla del malogrado
camino de un joven que ha sido, como tantos, objeto de la radicalización
extremista del yihadismo.

Decía hace algunos años el nunca
suficientemente valorado, reconocido ni, por supuesto, juzgado como criminal de guerra Aznar que los que
habían ideado los atentados terroristas de Atocha no estaban "ni en montañas lejanas ni en desiertos
remotos", manteniendo, aún mucho tiempo después de demostrada la
autoría de Al Qaeda en los atentados, las famosas teorías de la conspiración.
Tristemente, parece que esta vez era
cierto, pues tanto quienes ejecutaron la matanza de Barcelona como quienes anuncian
nuevos ataques no nacieron al calor de desiertos lejanos, sino que son personas
jóvenes nacidas y criadas en nuestras ciudades, en nuestras escuelas, en
nuestros barrios.
Se trata también de víctimas, de
historias de vida probablemente truncadas que han abrazado una ideología
fanática y homicida ante una realidad social, cultural y familiar que no ha
sabido o no ha podido darles respuestas y evitar la injerencia de idearios
fundamentalistas que anulan la identidad y la personalidad del individuo y siembran
su veneno en las mentes y espíritus más débiles e influenciables.
Contemplar estos hechos y el devenir
asesino de sus protagonistas pone también el foco en los procesos educativos y
de socialización de nuestro mundo, en la capacidad que tenemos de dar
respuestas personales y colectivas, de integrar y de acompañar a las personas.
"¿Cómo
puede ser, Younes? ¿Qué os ha pasado? ¿En qué momento...? ¡Qué estamos haciendo
para que pasen estas cosas! Érais tan jóvenes, tan llenos de vida, teníais toda
una vida por delante..."
Eran las palabras de Raquel,
educadora social que trabajó con uno de los chicos integrantes de la célula
terrorista.
También están siendo muchas las
reacciones que vemos en nuestras conversaciones cotidianas y en la opinión
pública que se entregan rápidamente al juicio fácil que asocia, peligrosamente,
el terrorismo de signo yihadista con el Islam en general. Que estigmatizan a
las personas por profesar esta religión (u otras, o cualquier religión en
general), por ser extranjeras, inmigrantes... y que apelan a la expulsión, al
cierre de fronteras o a la contundencia de las respuestas militares en países
como Siria.
Es el termómetro de una sociedad, la nuestra, a la que, si bien lleva a sus espaldas memoria, historia y heridas suficientes como
para haber alcanzado la mayoría de edad
a la hora de acercarse y reflexionar con serenidad sobre el fenómeno del terrorismo,
sus causas y la manera de responder a él, le queda aún mucho por aprender.
Mucho nos estaremos equivocando si no somos conscientes de que, además de las medidas que se tomen para combatir el terrorismo a nivel policial y militar, habrá que indagar en las consecuencias y el coste de las relaciones económicas y gubernamentales que nuestros estados, gobernantes, monarcas y demás representantes mantienen con quienes amparan y promocionan la difusión de interpretaciones religiosas que alimentan esta espiral de violencia.
Pero, sobre todo, nos equivocaremos,
y mucho, si no entendemos la importancia de transitar caminos que ahonden más
en los procesos personales y educativos, en la integración social, el diálogo
entre distintos credos y expresiones de fe y la necesidad de recuperar, desde
las diferentes creencias (reto fundamental) y desde fuera de ellas, narrativas
humanizadoras que pongan a la persona en el centro frente a la basura de
idearios que formatean las mentes haciendo, de personas libres, autómatas para
causas suicidas, fanáticas e imposibles.