A los compañeros de la promoción 2010-2014 del
Conservatorio Superior de Música de Badajoz.
A todos los que nos han iluminado, alentando y acompañado
en este camino.
Hace algunos años, en el ciclo de conferencias y conciertos
dedicado a Esteban Sánchez, escuché una anécdota que me llamó poderosamente la
atención y se me quedó grabada desde aquel momento.
Un amigo del ilustre pianista extremeño hablaba
sobre dos de las figuras más relevantes del piano español del siglo XX: el
propio Esteban y Alicia de Larrocha. Según contaba, había ejercido como taxista
en EE.UU durante un tiempo y, en una ocasión, había tenido la oportunidad de
transportar a Alicia a la salida de un concierto. Al terminar el trayecto, la
pianista, de manera inesperada, rompió a llorar delante del desconocido
taxista. Ante esa situación, él no pudo hacer otra cosa que preguntarle y
acercarse a ella con prudencia y cortesía.
Ella le habló de que, en medio del trasiego de su
vida de conciertos, de estar alejada de su casa, de despertar en un hotel para
coger un avión a la mañana siguiente y dirigirse a otra ciudad que ya ni
recordaba cuál era, y a pesar de saborear el éxito y el cálido abrigo del
público, sentía una profunda soledad.
El conferenciante reconocía, por otro lado, la
felicidad de Esteban cuando, en la cima de su carrera pianística, renunció a
prodigarse por los escenarios del mundo para volver a su Extremadura natal a
ejercer su magisterio al calor de su gente.
Desde hace unos años, el corazón de la ciudad de
Badajoz, desde la Plaza de la Soledad hasta la Alcazaba y las
calles y rincones que lo pueblan, es una
de las cunas musicales más importantes de nuestro país, un pequeño rincón de la
geografía extremeña que vive, siente y se expresa desde el mosaico de culturas,
tierras y personas, tanto del interior (Andalucía, Madrid, Valencia, Castilla y
León, Castilla La Mancha, Extremadura…) como del exterior de la península: Ucrania,
México, Cuba, Taiwán, Georgia, Polonia, Argentina…
Como aquellos jóvenes artistas del Renacimiento que,
seducidos por el arte de los más grandes maestros de su tiempo, dejaban casa y
familia para estudiar con ellos y vivir un período de su vida a la luz de sus
enseñanzas, muchos de los que han recibido estas bandas también decidieron, hace
cuatro años, dejarse guiar por la emoción que les suscitó una clase o un curso
muy especial de piano, de violín o de clarinete, para venir a Badajoz ante la
incomprensión, probablemente, de mucha gente que les preguntó que, aparte de
eso, qué carrera universitaria pensaban estudiar.
Nietzsche decía que “la vida sin música sería un
error” y seguramente todos los que empezamos esta aventura hace cuatro años ya
teníamos claro que, al menos la nuestra sí que lo sería. Pero probablemente ha
sido aquí, entre las cabinas de estudio, las clases, los desayunos, los
descansos de media mañana y los nervios de antes del concierto, donde hemos
aprendido, quizá como Esteban, que la música sin vida también sería un error.
En las
aulas del Conservatorio Superior de Música de Badajoz no nos hemos encontrado a
glorias de la interpretación musical hablándonos desde grandes nombres y
cátedras oxidadas, sino a personas de una sensibilidad privilegiada que nos han
abierto las puertas de su aula y de su manera de entender la vida en un camino
a veces duro y solitario, pero que nos ha enseñado a mirar el mundo
a través de los ojos del arte.
Mirar el mundo con los ojos del arte es intentar
comprenderlo desde el lenguaje de la belleza y esto es, hoy, una necesidad
urgente en un panorama social en que el absolutismo de la economía y de sus
cifras deja, muy a menudo, en la periferia del escalafón de prioridades a la
educación, la cultura y, de manera especial, a la música, a la que muchos se
resisten todavía a concederle la justa valoración oficial equiparable a las enseñanzas
universitarias.
En la mente de todos nosotros están los
nombres de quienes nos han guiado durante estos cuatros años, los que nos han
revelado la vida que late entre cinco líneas y cuatro espacios, así como todos
aquellos profesores que despertaron y alimentaron nuestra ilusión por la música
en las primeras enseñanzas, el grado elemental y el grado profesional. También
nuestros familiares, engranajes fundamentales que impulsan y alientan nuestro
camino desde su presencia silenciosa en un discreto segundo plano.
La música nos ha enseñado la paciencia y la entrega
de un trabajo continuado en el que la espera es un ingrediente indispensable
para poder ver los frutos del esfuerzo a largo plazo.
Nos ha enseñado también la organización necesaria
para compaginar, desde muy pequeños, distintas tareas, espacios vitales y
responsabilidades y hemos aprendido, también, a consagrar largas horas a la
búsqueda solitaria del sonido, la imaginación y la inspiración.
Pero, sobre todo, hemos aprendido a comunicar,
porque interpretar una obra es dar vida a un testimonio que yace esperando unas
manos, una mente y un corazón que den cauce y vuelo a un mensaje siempre nuevo
y universal, un mensaje que, hoy más que nunca, el mundo necesita escuchar, y
del que nosotros no podemos aspirar a ser más que humildes portadores.
Gracias.