Cuesta
pararse a escribir, a plasmar sobre el papel el aluvión de pensamientos,
emociones y deseos que nos invaden después de una experiencia tan intensa. Por
eso he esperado casi dos semanas para poder serenarme y empezar a digerir lo
vivido durante quince días en San Gil.
San
Gil no han sido las vacaciones de verano que un estudiante espera después de
todo un año hincando los codos en la universidad. No ha sido ir a la playa ni a
la montaña. Ni siquiera ha sido llenar la cámara de fotos de monumentos, de plazas,
de museos y parques.
San
Gil tampoco ha sido llegar a una casa rural, a un hotel o a un albergue con la
mesa puesta, con una cama de matrimonio para uno solo y un móvil con el
despertador desactivado en la mesilla.
San
Gil no ha sido un campo de trabajo de intensa actividad para recuperar restos
arqueológicos, para practicar la agricultura ecológica o para catalogar especies animales.
Ni
ha sido un campamento de verano para practicar deportes de riesgo,
barranquismo, escalada y marchas duras y largas de senderismo.
San
Gil ha sido un solo viaje geográficamente
cercano pero han sido multitud de rutas interiores, cantidad de caminos con un
nombre propio, una imagen y una palabra en cada paso, en cada abrazo y en cada
mirada.
San
Gil no han sido voluntarios, usuarios y monitores. Han sido personas. Personas
que hemos aterrizado allí con nuestras inquietudes y con nuestros deseos,
dispuestos a vivir algo nuevo pero que inevitablemente llevábamos las maletas
también cargadas con nuestras dudas, nuestras preocupaciones, nuestra debilidad
y nuestros límites… nuestra vida, en definitiva.
Esos
que, muchas veces, son los que menos valen para el mundo, los que poco o nada
tienen que aportar en los circuitos de felicidad forjada a base de éxito, abundancia
y reconocimiento y se tropiezan contra los muros que bautizamos de normalidad y
capacidad. Esos son los que estos quince días se han ido abriendo y nos han ido
revelando un nuevo modo de relación.
Si bien desde el principio nos recibían con entusiasmo
e ilusión, fuimos nosotros los que, a medida que avanzaba nuestro tiempo en San
Gil y pasábamos de la impresión grupal a
acercarnos de manera individual a cada uno de ellos, nos quedábamos sin
palabras ante la confianza y sinceridad que depositaban en nosotros y las
lecciones de vida que cada día nos daban.
Es
hablar de esfuerzo, de superación, de energía incombustible y de esa alegría
casi infantil que nos recuerda que la felicidad verdadera se encuentra en los
pequeños rincones de la naturaleza humana en forma de beso, caricia o sonrisa.
San
Gil no es hoy, para mí, un puñado de recuerdos inolvidables, una lista repleta de
nombres de personas y direcciones de correo ni un álbum de fotos lleno, sino un
horizonte vivo que me habla continuamente de que son las personas, especialmente
las más “débiles”, aquello por lo que
más merece la pena luchar, sentir y vivir.
Gracias.